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La tacita de café

15 de Junio del 2022 - Marcelino Álvarez Pascual (Oviedo)

No, no piensen que voy a plagiar a Juan José Millás, que en su columna de días atrás en LA NUEVA ESPAÑA se lamentaba de haber hecho añicos su tacita del té, con la que al parecer tenía una estrecha comunión desde hacía más de dos décadas. Al lavarla en el fregadero se le fue de las manos y se hizo mil pedazos. Admiro al periodista y escritor, pero pienso que, como consecuencia de tener que escribir cada día su remunerada colaboración, a veces los relatos se me antojan un tanto infantiles.

No, yo quiero hablarles de la tacita de café, esa que te sirven cuando en el bar pides uno con leche y que, dicho sea con respeto, en la mayoría de los casos no es sino un sorbo de agua de castañas.

En mi barrio -como en casi todos- no diría que hay un bar en cada esquina sino dos. Al que acostumbro a acudir para tomarme el café de sobremesa, he vuelto después de una larga ausencia motivada por la pandemia, pido mi café con leche y les ruego me lo sirvan largo de café y, por favor, bien caliente. La respuesta, ya sea el dueño o uno de los empleados el que te lo sirva, es una tacita con su medida de café que dispensa la máquina a la que le añaden un poco de leche, luego agitan bien la jarrita y te lo rellenan con abundante espuma. Teniendo en cuenta que la espuma no calienta, después de tomarla cucharadita a cucharadita por cortesía, el resultado es que a la tacita solo le quedan dos sorbos, ya frío, y que me tomo como si de una purga se tratara; pago la consumición, dejo mi propina, a la que parece estamos obligados, y me voy como alma que lleva el diablo. He probado suerte en otros establecimientos con idénticos o peores resultados.

No entiendo en qué escuela de hostelería han aprendido estos profesionales de hoy a servir algo tan elemental como es un simple café, pues ya en la década de los sesenta mi esposa y este servidor, siendo profanos en la materia, lo hacíamos excelente y casi a gusto de cada consumidor durante los dos años que regentamos un bar en el pueblo, y ahora -maldita modernidad- lo que te ofrecen no es otra cosa que la purga de Benito. Y eso que trabajábamos con enormes carencias, desde la leche que al no existir en las tiendas había que conseguirla casa a casa recién salida de las ubres de las vacas, la vieja cafetera Gaggia que era una pesadilla y los clientes harto exigentes; desde aquel que lo pedía fuerte de café y con un chorrito de anís dulce, otro te pedía el vaso lleno de leche templada con apenas dos dedales de café y tres azucarillos, y ya solo le faltaba demandar que se lo sirviéramos en un biberón, y un tercero que, nunca pudimos saber si lo decía por guasa o era lo que le daba su cabeza, nos solicitaba «un descafé nescafeinado con muy poco café».

Perdón, Sr. Millás, por haberme metido a crítico en mi ignorancia, su tacita del té se ha roto en pedazos, pero, aunque mi tacita de café ha tenido mejor suerte, he decidido que ese exquisito brebaje se lo tomen ellos. A partir de ahora si me apetece un café me lo haré yo mismo en casa, cosa nada del otro mundo, y el importe que me ahorro lo iré metiendo en una alcancía y a final de año lo haré llegar a una ONG.

Así, al menos, sentiré la satisfacción que emana de las buenas acciones.

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