La transición suicida
No seré yo quien discuta la evidencia, o no, de la existencia de un proceso de cambio climático en el planeta Tierra, provocado, o no, por la mano del hombre. No lo discuto, porque no tengo la formación para hacerlo, aunque me inclino a creer que es algo cierto, por el peso académico de quienes sostienen esa teoría. Desde luego, lo que sí me resbala bastante es la fruición con la que los medios de comunicación achacan esta circunstancia a las olas de calor que eventualmente aparecen, aunque callan luego cuando, de repente, estamos a 15 grados a finales de junio, como es el caso.
La cuestión es que esa toma de conciencia del problema por parte de los gobernantes del planeta, sobre todo en los países occidentales desarrollados, está cambiando de manera radical la manera de generar la energía que demanda la sociedad. Se ha decidió pasar de una generación de energía basada en los combustibles fósiles (gas, petróleo, carbón), junto con la energía originada por la fisión nuclear, a otra basada en fuentes de energía más limpias, en concreto, a energía solar, la energía eólica, la generada por las mareas, y la que aún se espera, la energía proveniente de la fusión nuclear, aquella que se consigue mediante el mismo procedimiento que utiliza nuestra estrella, el Sol, para generarla.
Esta sustitución nadie discute que deba ser abordada. El problema aparece por la velocidad a la que se está abordando dicha sustitución, de tal forma que se están sustituyendo a marchas forzadas las viejas formas de generación, en particular, el carbón, el petróleo y la energía nuclear-fisión, sin que las nuevas formas de generación estén suficientemente desarrolladas para que las sustitución no cree graves distorsiones económicas.
Ahondando en lo abordado en el párrafo anterior, se detectan dos grandes apartados de la problemática sustitución:
Por una parte, debemos abordar el coste que dicha sustitución está suponiendo para empresas y particulares, pues las nuevas fuentes requieren de costosas inversiones en nuevas infraestructuras, y, de momento, son incapaces de suplir de manera eficiente y suficiente la demanda energética, con lo que la precipitada decisión de desmantelar infraestructuras de las antiguas fuentes de generación (por ejemplo, centrales térmicas) o la renuncia a obtener combustibles fósiles en los propios territorios mediante técnicas avanzadas (método del fracking para la obtención de gas o petróleo) o la demonización de la energía obtenida por fisión nuclear hacen que la horquilla entre oferta y demanda se haya estrechado de tal forma que ha provocado un paulatino aumento de los precios a los que empresas y ciudadanos de a pie deben pagar dicha energía.
Por otra parte, tenemos que no todos los países del planeta están dispuestos a abordar dicha sustitución a la velocidad con la que la quieren hacer los países más industrializados de Occidente. De esta forma, los países subdesarrollados y, sobre todo, los países en vías de desarrollo ni se plantean dicha sustitución, con lo cual la amenaza para el planeta, a pesar de los esfuerzos realizados por los países industrializados del Occidente, sigue bien viva, pues, a nivel global, los niveles de emisiones de CO2, en modo alguno han disminuido. Ello hace también que, al no tener que soportar los costes de la transición a energías limpias, la producción de sus bienes y servicios sea más competitiva, no solo en el tradicional factor de la mano de obra barata, sino, ahora, con el añadido del factor energético también.
Por si todo lo anterior no fuera suficiente, se presenta una guerra impensable, como es la injustificable invasión rusa a Ucrania, en la que las fuentes de energía, por una y otra parte, se están utilizando como un arma más para socavar las fuerzas del oponente. De esta manera, Occidente reduce sus compras a Rusia de aquellos combustibles que más fácilmente puede adquirir en otros mercados, mientras que Rusia corta el suministro de aquellos que más dificultosamente puede sustituir la Europa Occidental.
Estas circunstancias, junto con algunas otras, están provocando una espiral inflacionaria junto con un frenazo en la producción (la temida estanflación) en los países industrializados, que no se habían padecido en los últimos 40 años.
Ante este panorama, muchos países se están planteando modificar sus planes para la transición ecológica, abordando varias iniciativas: países como Alemania han aplazado el cierre de centrales térmicas con carbón como combustible, a la vez que valoran paralizar el cierre, ya planificado, para sus centrales nucleares. De hecho, muchos países occidentales se están planteando la construcción e instalación de microrreactores de fisión, que resultan muy ventajosos por su bajo coste, su corto período de construcción y puesta en servicio en comparación con una central nuclear (2 años contra más de 10) y con la ventaja de que la energía se produce sin las temidas emisiones de CO2. Así mismo, muchos países que legislaron contra el fracking también se replantean una moratoria de la prohibición, ante las actuales circunstancias.
En definitiva, un panorama desolador: es bien sabido que nuestro país carece de reservas de petróleo o gas, al menos de aquellas accesibles mediante los métodos tradicionales de extracción. Las centrales nucleares que hay en el país se reducen en la actualidad a siete, puestas en funcionamiento en los años ochenta con una capacidad de generación conjunta de 7.400 MW, ocupando la posición 12.ª en el ranking de generación mundial. Todas ellas tienen firmadas sus sentencias de muerte, al igual que la totalidad de las centrales térmicas. Todo se fía a las nuevas fuentes limpias: eólica, solar, de las mareas, y a las importaciones de gas y petróleo para complementarlas. Por otro lado, las importaciones regulares de gas se han visto seriamente amenazadas por la errática deriva de la política exterior del actual Gobierno que, durante su mandato, ha puesto patas arriba el delicado equilibrio en el Magreb, enfadando a nuestros dos más grandes vecinos del otro lado del Estrecho, en especial, a la República Árabe de Argelia, nuestro único suministrador de gas a través de tubería.
Ante este caótico marco, ¿cuál es la posición del Gobierno de España? Pues bien, podríamos resumirla en aquella famosa frase de una vetusta comedia en la que el mayordomo de una noble arruinada, ante la pregunta de esta por la situación, le responde impertérrito: “Sin novedad, señora baronesa”.
Al grano: el Gobierno de España, representado para estos menesteres por la ministra de Transición Ecológica y Reto Demográfico (ahí es nada), no se ha movido un milímetro. Los cierres de las centrales térmicas se mantienen invariables; la sentencia de muerte de las nucleares sigue vigente (obviamente, ni se les pasa por la cabeza recurrir a los microrreactores anteriormente citados) y el fracking, técnica de extracción a través de la cual España podría extraer los más de 2.000 millones de metros cúbicos de gas que, desde un cálculo conservador, se estima que nuestro país tiene disponibles, prohibido por ley y, para redondear este cúmulo de despropósitos, se cerca cada día más a los vehículos movidos por combustibles fósiles.
¿Y cuáles son las consecuencias? Pues son obvias, y ninguna buena: el precio de los carburantes se ha incrementado en los últimos meses más de un 40%; el precio del gas se ha triplicado; la electricidad que pagan empresas y particulares casi se ha triplicado en el último año...
Obviamente, todo esto incide de manera directa en el aumento desbocado de los precios que venimos padeciendo. De esta forma, la capacidad de compra de las familias (especialmente de las que cuentan con menos recursos) se reduce enormemente, los costes directos de las empresas se incrementan en la misma medida haciendo que sus productos sean menos competitivos, hasta tal punto que hay sectores que prefieren paralizar su actividad a desarrollarla por debajo de coste.
Lamentablemente, las acciones que está llevando a cabo el Gobierno para paliar esta “tormenta perfecta” se limitan al reparto de limosnas entre unos y otros. Ayudas directas, subvenciones, falsos mecanismos para abaratar la electricidad que, en sus primeras semanas de implementación, ya se han demostrado como inútiles y mucha mucha demagogia.
Ni una crisis global de materias primas ni una guerra que lo viene a trastocar todo les hacen pensar que hay que tomar medidas drásticas de calado para reforzar la generación de energía autóctona, al menos hasta que la situación de los mercados internacionales se estabilice y, más a largo plazo, que las inversiones en generación de energías limpias puedan lograr que se alcancen unos niveles de producción que se acerquen a la demanda de energía existente.
Para ello, deberían implementar, si no todas, una buena parte de las siguientes medidas:
- Paralizar el desmantelamiento de las centrales térmicas, poniéndolas en marcha nuevamente durante un plazo medio de tiempo.
- Revocar la sentencia de muerte a las centrales nucleares existentes, acordando con las empresas propietarias la prolongación de su vida útil ligada a inversiones para mantener y mejorar su seguridad y eficiencia.
- Valorar la adquisición de microrreactores nucleares para la creación de pequeñas centrales nucleares que incrementen nuestra capacidad productiva.
- Construcción del cementerio nuclear de residuos. La larga actividad de los residuos atómicos no debe ser un problema para el hombre del primer cuarto del siglo XXI. Su neutralización será resuelto, sin ninguna duda, por las generaciones venideras. Mientras tanto, nuestra obligación es preservar esos residuos de la manera más segura posible, algo totalmente posible en la actualidad.
- Revocar la ley de cambio climático de mayo de 2021, que prohibió otorgar nuevas autorizaciones para la exploración, explotación o investigación de hidrocarburos en todo el territorio nacional, incluidos “el mar territorial, la zona económica exclusiva y la plataforma continental” y que, además, prohibió expresamente otorgar nuevas autorizaciones a proyectos que incluyeran la “utilización de la fracturación hidráulica de alto volumen” para obtener hidrocarburos, es decir, el fracking.
- Retrasar “sine die” o, en cualquier caso, hasta que la coyuntura político-económica internacional evolucione favorablemente, las políticas que asedian la utilización de vehículos que utilicen combustibles fósiles. Una cosa es fomentar la compra de vehículos eléctricos mediante subvenciones, y otra, obligar a la ciudadanía a gastar lo que no tiene, al convertir su buen vehículo en chatarra inútil con la que no puede circular por ningún lado.
Desgraciadamente, nada de esto se hará realidad, y tampoco será pedido de forma expresa por la oposición, aunque debería, porque no podemos permitirnos el lujo de sorber y soplar al mismo tiempo, y, por muy progresista que este Gobierno se sienta, la realidad es que esta grave crisis, realmente sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial, a quienes de verdad está afectando, y mucho, es a los más débiles, a los más desfavorecidos, incluso a las capas más bajas de la mayoritaria clase media, en definitiva, a aquellos a quienes dicen proteger, pero que cada vez tienen más apretada la soga al cuello. Nadie duda que la reducción de emisiones y la sustitución de energías fósiles por energías limpias es una necesidad, pero estamos en una encrucijada en la que se deben establecer prioridades, y el bienestar de las futuras generaciones no debe obtenerse mediante la inmolación de las presentes.
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