Autenticidad
A mí ya me sonó más que me suena, la palabrita, digo. De corresponderse con la realidad esa mi apreciación, pienso que el que ahora suene menos se deberá a la fuerza que ha perdido su impacto.
Su momento de mayor auge se debió, creo, a que, sobre todo, la más rotunda manifestación de “autenticidad” fue, cómo no, cuando el español pudo mostrarse sin inhibición alguna dictada por la moral y, claro...
Recuerdo al Milord, aunque ya escribí esto, no estoy seguro, pero creo que nadie pudo haberlo leído, de ahí que siga con el tema. El Milord, un perro hermoso, cruce de lobo y pastor alemán. Toda su vida encadenado. Yo soy muy muy animalero, y el perro, siempre encadenado... Solo admitía la cercanía de la persona que le ponía su comida, cualquier otra no podía acortar con él la distancia, más que la marcada por la longitud de su cadena, y, aun así, con una presencia a dos o tres metros más, el perro se ponía rígido, con el pelo del lomo erizado. Acongojante. Pero vuelvo, soy tan animalero... Y más, perrero.
Creo recordar que me costó como dos años ganármelo, pero lo logré. Y el perro conoció a su ángel de la felicidad, yo. Mi tío, que era su dueño, me decía que se enteraba de que yo venía diez minutos antes de que llegara, pues ya el Milord se volvía loco de alegría.
Cuento todo esto para llegar al motivo que me lleva a hacerlo, la reacción del perro cuando por primera vez le quité la cadena. Sin preámbulos: salió disparado y fue a estrellarse contra la pared.
Lo mismito que les pasó a los españoles que, en su momento, se sentían encadenados, cuando se sintieron “libres”. Sus ocurrentes manifestaciones de autenticidad... Pues eso, dignas de la mayor notoriedad.
Lógicamente, cuando el despelote pierde gancho, hay que buscar con qué enganchar y, de despelotar, el español ha pasado, sin abandonar el despelote, a tracalear.
De noche y de día pura tracalería, en la tele, por teléfono, al timbre... Tienes que andar ojo avizor para distinguir entre el macizo y el cebo, como pez en agua costera para no acabar en la tartera.
O como, coño, no quiero privarme de otro símil que se me viene a la cabeza. Me contaba mi padre que, cuando él era pequeñu, había un paisano en la feria, a la puerta de un pequeño entoldado, invitando, a voces, a ver, previo pago, lo nunca visto, el animal que tenía el rabo donde debía tener la cabeza. No recuerdo si me dijo que él entró o que uno que había entrado se lo contó, el caso es que quienes no vieron el anzuelo entre el macizo y picaron con un burro amarrado por el rabo al pesebre se encontraron.
Lógica evolución dadas las circunstancias. La pequeña barraca de cuando mi padre era pequeñu es la España de cuando yo soy vieyu.
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