Té en el Sahara
“Mis hermanas y yo / Tenemos un deseo antes de morir / Y puede sonar extraño / Como si nuestras mentes estuvieran trastornadas... / No nos preguntes por qué / Bajo el cielo protector / Tenemos esta extraña obsesión / Y tú posees los medios... / Té en el Sahara contigo...”
Es parte del mito que aparece en la historia que el escritor Paul Bowles (Queens, Nueva York, 1910-Tanger, Marruecos, 1999) cuenta en su famoso libro “El cielo protector”, publicado en 1949.
Bernardo Bertolucci lo llevó al cine, con Debra Winger y John Malkovich.
Los protagonistas, con Tunner, el amigo que los acompaña, conocen la leyenda de las hermanas que esperan en el desierto del Sahara la llegada de un príncipe que tomará té con ellas, en el solitario espacio de la inmensidad de arena. Pero ese príncipe nunca se presentará.
Años más tarde (en 1983), Sting, cantante y líder de la banda musical londinense “The Police” grabó la canción “Té contigo en el Sahara”, cuyos versos, en parte reproducidos más arriba, le fueron inspirados por el libro de Bowles (citado textualmente, aunque de forma poética, en ellos). Los arreglos musicales de Steve Summers, guitarrista del grupo, consiguen transmitir de forma asombrosa la sensación de vacío infinito, de soledad sideral, que el desierto provoca en los que no nacimos ni crecimos en tan impresionante lugar.
La límpida claridad matinal, con el fresco remanente de la noche argelina, me despierta. Salgo de debajo de la tela que velaba mi particular “cielo protector” durante la noche y me lavo la cara con frotes enérgicos, avariciosos, que reparten el “chupito” de agua que sirve a mi higiene mañanera.
Bastante antes que yo, el campamento se ha desperezado. Unas gentes del desierto, forzadas desertoras de su patria, por la exigencia violenta de sus vecinos marroquíes de una legitimidad posesoria aún pendiente de ser solucionada.
A la Organización de Naciones Unidas, organismo internacional que se supone debe ser representante de todos los habitantes del planeta en tales cuestiones, no se le permite ejecutar la autoridad de tutela para la que fue concebido, ni se le reconocen los poderes que tras la Segunda Guerra Mundial le delegaron todos los países hermanados en tal instauración. Los problemas internacionales se dirimen actualmente por una incognoscible anexión de favores; el reconocimiento, el parabién de países más desarrollados, será lo que efectivamente importe, para conceder cierta pátina de legalidad a las acciones emprendidas por el vecino que más fuerte se encuentre en el litigio del que se trate. De esta forma, la amistad y la buena relación germinada entre el litigante que ejerza el dominio y la potencia que preste el apoyo y reconocimiento internacionales se traducirán en alguna clase de seguro y ventajoso intercambio mercader.
En Tinduf mientras tanto despertamos a un nuevo día en este dudoso paraíso de desértica escasez. Argelia ha permitido de manera altruista que estas personas, auténticos vagamundos erráticos, obligadamente inmutables, dispongan de un lugar en el que estar, para poder sobrevivir, hasta que sus vecinos marroquíes se avengan a una solución razonable.
Según la forma de ver las cosas de esos vecinos del norte, el acuerdo que pretenden los expulsados significa la pérdida de un legítimo derecho a explotar la riqueza de fosfatos de unos territorios que creen propios del reino alauí. Sin embargo, para los saharauis no existe patrimonio mineral alguno, solo terrenos pertenecientes al Sahara Occidental, más acá de las fronteras internacionalmente establecidas, que permiten a las gentes originarias poder vivir su vida asentados en la arena que los vio nacer.
La ONU, preclara institución para actuar como catalizador mundial de la buena voluntad entre todos los pueblos del planeta, se ve obligada a sojuzgar sus ideales ante la pujanza del poder y la fuerza dominadora de los intereses económicos de los más fuertes.
Cuando la Economía se convierte en el fetiche que debe ser adorado para dirigir a un hipotético destino a la humanidad, esta degenera por la clase de valor que ese propio ídolo le confiere. Y pasa a convertirse en otra vulgar variedad de mercancía; tan pedestre como cualquier otro producto.
Marruecos, como ese príncipe de “El cielo protector” de Paul Bowles, que no se presentó a tomar el té en el desierto...; y los saharauis, al contrario que las hermanas, que sucumbieron en la soledad de la nada, con sus tazas para el té, llenas de la arena que el viento fue depositando en ellas..., han de cambiar ya su actitud.
La amable y tradicional hospitalidad árabe, desde siempre reconocida por el resto de la humanidad que atenta asiste con tristeza a este pertinaz desacuerdo, es una cualidad excepcional y común a ambos pueblos: marroquí y saharaui.
Y entre personas amables y hospitalarias, solamente debiera ser necesario sentarse en la arena del desierto y empezar a hablar.
Tomar el té con tu vecino.
Té en el Sahara.
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