Tameza cósmica

21 de Julio del 2022 - Fernando Martínez Álvarez (Grado)

Hay ocasiones en las que el ambiente se carga de una energía extraña que impulsa a varias personas en la misma pretensión: el ansia de vivir una experiencia, un descubrimiento.

Es la atracción que algunos lugares determinados tienen para arrastrarnos con su gracia natural y sencilla. Son casi siempre lugares de vida remanente aún, de paz y de expansión tranquila.

Esto ocurre en la zona central de Asturias, con el área que ocupa "el concejín". Yernes y Tameza, el pequeño municipio asturiano poblado (aunque solo en los censos) con poco más de cien personas vio su selección como final de etapa para la LXXVII Vuelta Ciclista a España. Eso ha significado un aumento considerable del número de visitantes a su territorio en estos últimos meses.

El 27/11/2021 se publicó en distintos medios escritos que el Alto Fancuaya podría ser elegido final de etapa en la Vuelta-22. Desde entonces y de forma progresiva, más aun desde el resultado de la selección positiva, la peregrinación de ciclistas con bicicletas de carretera o de montaña ha sido continua; unida a la de caminantes, fotógrafos de fauna, flora o paisaje, naturalistas o montañeros que han visitado los hermosos y protegidos espacios de estas cercanas montañas, a tiro de piedra para los habitantes de la zona central de la región.

Y movidos por esa corriente de encantamiento, de atracción por la exploración de nuevos territorios, unos amigos preparamos ilusionadamente una "expedision" (como pomposamente la denominamos entre nosotros, aunque no sin cierta rechifla). Un vecino había dado noticia de una cascada enorme ("la mayor de Asturias", había dicho), y que nadie todavía conocía.

Al ser Yernes y Tameza tan pequeño en superficie (algo menos de 32 km²), nos pareció muy improbable que salto de agua tal hubiera podido pasar inadvertido al resto de parroquianos, o a espeleólogos, o a barranquistas..., de todas formas, preparamos animosos nuestra "expedision", acompañados de cierto sentimiento pionero, inherente a nuestra ilusión.

El noveno día de julio nos encajonamos cauce arriba, para que la cercanía del solsticio de verano hiciera a los verticales rayos del sol de mediodía colarse por la estrechura oscura y fría del río, orientada norte-sur. Y poder de esa forma encontrar algo más de calor en nuestra progresión.

Los recorridos por los barrancos siempre son realizados en el sentido de la bajada de la corriente del río. De esa forma, al llegar a cada posible salto o cortadura se monta un rapel y se continúa el descenso, consiguiendo así sobrepasar los problemas. Pero no sé si nuestro afán por explorar la parte baja de la posible localización de la cascada o el hecho de ir un poco justos en nuestra disposición de material adecuado nos decidió a hacerlo contra corriente.

Una vez en el cauce, un lecho de grandes rocas musgosas y cantos rodados nos condujo por un agua helada y después de varios resbalones y caídas a una zona de cañón. Unas paredes rocosas y oscuras, de veinticinco o treinta metros de altura, flanqueaban nuestro avance dejándonos un espacio de poco más de metro y medio de anchura para el avance. Tras dos cascadas pequeñas, sin agarres y muy deslizantes (en una de ellas hubimos de ayudarnos subiendo a hombros de otro para trasponerla), llegamos a un final cerrado: un pequeño pozo oscuro y alargado, que moría en su parte alta contra los dos acantilados laterales. Y el enorme trozo-raíz de un tocón redondo, un árbol cortado y pulido por le moledura del descenso en los rápidos superiores, atascado ahora en la estrechura del desfiladero nos cerraba el paso.

Era imposible continuar... sin bucear...

Todos nos quedamos embobados ante lo que parecía ser la inevitable frustración de nuestra osadía expedicionaria.

Entonces sentí una especie de presencia de ánimo, una suerte de responsabilidad patriarcal, por mi edad más avanzada, y decidí que eso tenía que hacerse notar. Sin decir palabra me zambullí en la inquietante agua parda de aquel pozo que parecía no llevar más que a la boca del mismísimo infierno de Dante. Buceé en el agua sombría y turbia, bajo el enorme tocón. Y cuando salí al otro lado, para reclamar una ansiosa bocanada de vida, me encontré en una cárcel pétrea. Un espacio de solo unos tres o cuatro metros cuadrados, con un pozo sin fondo en el que hacer pie, una cascada de unos dos metros vertía por el Este sus aguas resbalosas sobre una roca vertical y brillante. Allí me encontraba, encajonado bajo unos muros que levantaban hasta unas alturas jurásicas de verdor, en un lejano y estrecho espacio de raquítico cielo que poder ver. Me invadió un sentimiento cósmico.

Del que rápidamente me sacaron los repentinos picores de unas mordeduras por todo el cuerpo.

Sin nada más que poder lograr, con relación a una posible continuidad aventurera, me sumergí de nuevo para el itinerario de regreso. Y para huir de aquellos ataques anónimos.

Mas tarde, todos desandamos el itinerario, algo desanimados por nuestro fracaso. Pero el río aún nos premió con otra cascada, esta de unos diez metros de caída, más abajo del lugar en el que habíamos de abandonar el cauce y remontar de nuevo hacia nuestro punto de partida. El hallazgo fortuito de un antiguo canal de molino entre la vegetación nos hizo seguirlo, y así dimos con nuestro premio de despedida: nuestra "cascada de consolación" y un gran pozo circular, de un precioso color esmeralda bajo los rayos del sol que se filtraban a través de los árboles. Nos premiamos con la frescura chapoteada de un baño vivificante.

De la cárcel pétrea solamente conseguí llevarme unos rojizos y sangrantes recuerdos: tres docenas de mordeduras por el cuerpo. Pero, eso sí, logramos acercarnos hasta casi cincuenta metros de nuestro objetivo. Y más tarde, tres docenas de toques de algodón con agua oxigenada se encargaron de mejorar mi estropicio epidérmico.

"La cascada más grande de Asturias" no solamente estaba custodiada por una salvaje corriente de agua y una milenaria geología, algunas feroces pulgas de agua esperaban hambrientas en su apartado hogar, ávidas de compañía.

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