La espera
Estábamos tan inmersos en esa loca carrera por gastar la vida, que de pronto la vida se paró y nos dejó en el ascensor, esperando al técnico que pudiera rescatarnos, consumiendo despacio el poco oxígeno que nos quedaba, con la mirada fija en el espejo. ¿Quién soy?, ¿adónde voy?, ¿qué hay después?
Ya he salido del ascensor, pero no del espejo. Como en un sueño guardado para los años postreros, me siento en un banco del parque, aquí aún no han pintado todavía con dibujos de ciudad los bancos de parque natural. Apenas observo personas, un niño se atreve a entrar en la preciosa pradera circundada de álamos y plátanos, juega con los aspersores, ríe mojado. Me quedo solo por un instante en la imaginación. Acude a mi corazón el poema de Machado: “En el ambiente de la tarde flota / ese aroma de ausencia, / que dice al alma luminosa: nunca / y al corazón: espera”. ¿Espero?, ¿qué debo esperar, Dios mío, un final, un principio? “Las dos cosas, bien lo sabes”, me contesta. Y sigo rumiando una conversación con el alma.
Los hombres que no sirven para nada conducen a la humanidad hacia el fin, están negociando con los recursos de un planeta ideal, hasta acabar con ellos. Les está sobreviniendo un fallo tras otro, la vida está en peligro. Calentamiento global, guerra global, aborto global... Muy pronto les será quitado el control que pasará al gobierno de Dios, y el mundo resurgirá con justicia, con orden, con paz, con amor, para los que acepten la soberanía divina. “Y ciertamente llegará a haber una calzada allí, aun un camino; y será llamada el Camino de la Santidad. El inmundo no pasará por ella... y ningún tonto andará errante por ella... y los que hayan sido recomprados tendrán que andar allí... felicidad infinita coronará sus cabezas. Alborozo y regocijo alcanzarán, y el desconsuelo y el suspirar tendrán que huir”. (Isaías 35:8-10). Sí, Padre, venga tu reino y hágase por fin tu voluntad en la Tierra. Te quiero, Dios mío.
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