Matar un pueblo

26 de Agosto del 2022 - Alberto Busto García (Avilés)

Lluanco o Luanco. Debido a mis raíces gozoniegas, he crecido a caballo entre este pueblo y Avilés e, inevitablemente, allí flotan algunos de mis mejores recuerdos de la infancia y adolescencia: los paseos matutinos en Peroño, contemplar el embate de las olas en la playa de la Ribera, salir a hacer fotos con mi padre en las proximidades de la iglesia, tomar el chocolate en Manzano, las hamburguesas en Monty o los helados en Helio Hermanos y, cómo no, visitar a Güelita. Sin embargo, siempre que evoco esos momentos excluyo de mi memoria el verano, estación en la que Luanco pierde su tranquilidad habitual para convertirse en un parque temático a rebosar de turistas, con los bares abarrotados, la avenida del Gayo colapsada por los coches, los patinetes eléctricos invadiendo la zona peatonal, botellones estivales. No me malinterpreten: esto no es un alegato contra el turismo, bienvenido sea. El turismo, como concepto, lo respeto y entiendo, ya que la economía dicta que de algo hay que vivir y es lo que nos toca. A los turistas también los respeto, pero no los entiendo. Francamente, no entiendo por qué tanta gente elige Luanco, al que tanto estimo y añoro desde la distancia, como lugar de veraneo.

La primera razón por la que no entiendo el aluvión de turistas es una cuestión puramente personal, y es que nunca me han gustado los destinos donde se juntan aglomeraciones. El simple hecho de que Luanco sea un lugar tan demandado en verano ya le resta, a mi juicio, una gran parte de su atractivo. La segunda razón es que, desde hace años, a Luanco lo están matando a sangre fría, y los culpables no son los turistas, sino las distintas administraciones de todos los signos políticos que lentamente han ido amputando su belleza al pueblo. En Luanco no hubo escrúpulos para borrar del mapa el palacio de la Vallina. Tampoco hubo pegas para cercenar el antiguo palacio de Peñalba, el edificio del Banco Gijón, Astilleros Vega, las fábricas conserveras o cualquiera de las antiguas y pintorescas viviendas, ni las habrá, como ya sabemos todos, para dejar que al palacio de los Pola o a alguna de esas viejas casas que aún siguen en pie se los trague la tierra (dos telediarios les quedan). Con gran parte de su historia mutilada, se permiten atentados estéticos como el descomunal chaletón a pie de playa de estilo mediterráneo (Salinas también tiene uno de esos y me parece espeluznante), o esa suerte de horrendos búnkeres que comienzan a erguirse sobre una grotesca urbanización de camino a Santana. Eso sí, tales mamotretos permanecen vacíos durante diez meses del año, porque hasta a quienes ordenaron levantarlos deben de sangrarles los ojos con solo observar su pésimo encaje en la estructura del pueblo.

En tercer lugar, ¿qué tiene Luanco, esta querida villa que va camino de transformarse en un parque temático permanente y que se asemeja cada vez más a una caricatura de lo que fue? Esta pregunta nos la hacemos yo y Güelita a menudo. En este pueblo que ha renegado de su historia marinera, la playa (que era una preciosa cala hasta que decidieron arruinar su encanto con toneladas de arena para servirla en bandeja a los bañistas 24 horas) es minúscula y está sobresaturada, las calles no podrían estar más sucias, sus joyas históricas no son más que polvo, el mantenimiento en general es nulo, el caótico tráfico arroja colas kilométricas y el omnipresente barullo azota a los viandantes. En mi caso, yo lo quiero por mis recuerdos de otras estaciones, por mis nexos familiares, por la gente que conozco y porque en épocas más serenas aún es posible hallar las estampas que me enamoran: el paseo marítimo desierto y azotado por el viento, el reflejo de la luna proyectado en el agua, el silencio en el muelle donde un «tiñosu» o un «muil» pican en el anzuelo de los viejos pescadores. Más allá de eso, no comprendo qué puede atraer a tantos turistas al pueblo cada verano. Sea como sea, me alegro por ellos; en cuanto a Lluanco/Luanco, descanse en paz, DEP.

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