Un maestro jubilado
Hace unos días que me he jubilado. Desde esta posición que me permite toda libertad: manos libres, lengua libre y pluma libre, vierto esta opinión sobre algunos temas. Opiniones que pueden ser equivocadas pero que salen de la más profunda honestidad.
Empezaré dejando claro que utilizaré la fórmula de género genérico. La razón es cumplir con la RAE antes que con los politicuchos de turno.
La profesión, pero especialmente la vida, me han ido conformando unas ideas (aprovecho para decir que las ideologías son hartamente peligrosas) que pretenden asentarse en el sentido común.
Nuestra sociedad está regida por unos políticos que con frecuencia buscan perpetuarse y recurren al discurso que a todos nos gusta oír. Hoy es muy grave no ser políticamente correcto, buscar el rigor, el esfuerzo, la elegancia –entendida en su sentido más amplio–: todo vale y, me atrevería a decir, que todo vale lo mismo. Hay demasiada relativización y superficialismo y a eso nos vamos acostumbrando con facilidad, pero recuperar un paso de cada cien de los retrocedidos es muy complicado.
Se nos ha exigido a los profesionales tragar con ruedas de molino: debemos dar el mismo valor a un trabajo bien elaborado y concienzudo que a una chapuza para salir del paso, e incluso a que no se haga ese trabajo; todo se disfraza de equidad. Lo contrario podría acarrear molestias ante una Administración que suele dar la razón a los administrados. Poner a la gente en su sitio –por su bien y el de los demás– mengua apoyos... y así nos va.
Me encuentro con alumnos que trabajan, tienen interés, procuran hacer las tareas, nunca les falta el material que se les pide, son educados y respetan a sus compañeros y a sus maestros, con unos padres que están pendientes de la educación de sus hijos (a ellos les incumbe más que a mí que soy –era– simplemente un maestro), que te preguntan cómo van, que asisten a reuniones, que las solicitan, que les acompañan en sus tareas, que les inician en responsabilidades y autonomía personal, etc.; por el contrario, otros padres “pasan” de sus hijos, poco se interesan por ellos –en algunos casos he llegado a decir que parece preocuparnos más a los maestros la educación de algunos que a sus familias–, no acuden a las reuniones... eso sí, son los primeros en exigir. Curiosa coincidencia ya que sus hijos suelen ser poco respetuosos con los demás, unos maleducados, no aportan el material que se les pide, las tareas sin hacer, etc., etc., todo porque se les educa en los derechos –más que en los derechos, en la exigencia– y no en los deberes.
No podemos ignorar la profunda caída del nivel académico, que empieza en las primeras etapas para seguir incrementándose a lo largo de otras enseñanzas y culmina en la Universidad. Si regalamos aprobados, convertimos la promoción de curso en algo automático y repartimos titulaciones a diestro y siniestro con materias suspensas (¿se imaginan una reforma de una vivienda en que haya luz pero no funcione el agua caliente o que alguna puerta no cierre?, ¿cabría pensarse que la obra está concluida? Pues algo así ocurre al conseguir un título con asignaturas suspendidas) qué podemos esperar.
Cada reforma legislativa hace que retrocedamos un paso más: ahora las Matemáticas tiene un fuerte componente socioafectivo, la Música puede ser una oportunidad para romper la brecha de género o la Física nos permite buscar la igualdad de oportunidades... bla, bla, bla, vacuidad. Sin embargo la Filosofía no interesa (es peligroso que el ciudadano-persona se cuestione la realidad y busque alternativas), el dictado desaparece, razonar aplicando una regla de tres parece pasado de moda, etc., etc.
Como padre considero que los hijos son un tesoro y hoy en día en que ese tesoro escasea tanto, caemos en la tentación de mimarlos hasta el punto de: primero, hacerlos unos inútiles, y segundo, unos tiranos. El potencial de un niño parece no tener límites y el ansia por saber y asimilar contenidos nos sorprende, aprovechémoslo. No podemos pedir la perfección, pero sí tender a ella, cada uno hasta donde pueda.
Mi jubilación me libera de asistir a este panorama desde primera línea, aunque como ciudadano lamento profundamente que España se empobrezca cultural y técnicamente.
Quien tampoco lo verá ni en primera línea, ni de lejos, será la Sra. Celaá, ocupadísima como estará en su Embajada vaticana. Aún recuerdo cuando al principio de la pandemia por el covid dijo que con buenos investigadores se superaría; no con los que puedan formarse con esas reformas legislativas que ella puso en marcha. Evidentemente, buenos investigadores serán quienes resuelvan el asunto, a pesar de padecer estas normativas educativas.
Se atribuye a Sócrates (Atenas, 469 a. C.-399 a. C.) la siguiente afirmación: “La juventud de hoy ama el lujo. Es mal educada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores y chismea mientras debería trabajar. Los jóvenes ya no se ponen de pie cuando los mayores entran al cuarto. Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros”. Parece un tanto fuerte para nuestros tiempos; que no se alarme nadie, esto pasaba hace unos dos mil cuatrocientos años.
Mi gran duda es: ¿estará España a tiempo para invertir esta caída en picado?
Pese a todo, ha merecido la pena: trabajas y convives con un material especial, el humano, y en un momento de su vida en que todo es permeabilidad, ingenuidad, espontaneidad y posibilidades.
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