El frío de los laboralistas
Esta mañana, de camino a cumplir con mis labores, asomaba en la ciudad ovetense un sol sin nubes a su paso, un evento tan inusual como bienvenido por estos lares. Mi primera parada de la jornada tenía como destino la unidad de mediación, conciliación y arbitraje. Esta primera parada, aunque breve, me dejó helado. Una de las causas fue un cartel que pude apreciar en el frontal de la puerta principal de dicho edificio. En él se podían visualizar unas letras de un tamaño más grande de lo habitual cuya finalidad no era otra que anunciar la obligatoriedad del uso de la mascarilla en su interior, por difícil de creer que parezca. Un cartel que, si bien antes del verano podía ser tolerable, tras la vuelta a la rutina ya se percibe como trasnochado, mostrando un alarde más bien de desprecio, no solo por las normas, sino en mayor medida por el ciudadano. Lo que más me sorprende es que esta es una forma de actuar que en mi opinión funciona como disuasión, precisamente cuando la finalidad o el espíritu de una Administración debería intentar ser todo lo contrario.
Todo podía haberse quedado aquí, pero como es costumbre ya, no solo pensé mal al creer que pretendían ahuyentar al ciudadano con carteles como ese, sino que lo confirmé en el mismo acto, tan solo unos instantes después. La culpa probablemente fue mía, ya que, tirando de agallas, con la ley en el maletín que portaba en mi mano (literalmente, pues llevaba el Estatuto de los Trabajadores), como buen jurista que no se amedrenta ante carteles carentes de valor jurídico, conseguí cruzar la puerta de la entrada sin mascarilla. Con la amabilidad que me caracteriza, me puse a caminar despacio, ante la indiferencia de los funcionarios que apenas me miraban, sin molestar mucho, e intentando esperar un contacto visual con alguno de ellos para explicarle cuál era mi propósito en ese lugar. Un contacto visual que tardó en llegar unos segundos (no debió de sobrepasar los dos minutos), pero a mí se me hicieron bastante largos por la sensación de indiferencia sufrida. En breves instantes, la indiferencia se vio sustituida por una nada agradable bienvenida, pues la funcionaria que se hallaba en la mesa más cercana a la puerta, únicamente, se limitó a decirme que debía esperar fuera a que me llamasen para formalizar la conciliación, y que hablase mientras tanto (en la calle) con la compañera, a ver si había posibilidad de acuerdo. Esta costumbre de conciliar a la puerta del edificio (en la calle) fue instaurada durante la pandemia, criticable en mayor o menor medida en su momento, y que me parece igual de ofensiva que el anterior cartel. No ya porque aleje al ciudadano de las instituciones públicas, sino porque también denigra el trabajo de aquellos técnicos jurídicos que velamos por los derechos de los ciudadanos. Nos relega a la calle, a la puerta del establecimiento, como si nuestro trabajo fuese de segunda clase. Con el sorprendente gesto de enviarme a la calle, mi trabajo adquiere la importancia que tiene algo que ocurre en la calle, y no dentro del edificio (donde debería llevarse a cabo). Por tanto, actualmente que ya no estamos en situación de emergencia, si me siguen echando a conciliar a la calle, entiendo que mi profesión es catalogada como de segunda clase, y que no llega a tener el suficiente status como para tener el privilegio de celebrarse donde debiera celebrarse.
Como la mañana iba muy bien, cumplí la orden de abandonar el edificio sin ningún tipo de protesta, pues no iba por mis intereses, sino a cumplir con mi trabajo. Así que, en pocos segundos, me vi de nuevo en la calle junto a mi compañera de profesión, deseosos de que surgiera la esperada "llamada", y nada sorprendidos por la situación. Resignados y supongo que acostumbrados, no mediamos muchas palabras, pues ya sabíamos que no habría posibilidad de llegar a un acuerdo bueno para nuestros clientes, haciendo de aquel trámite una mera formalidad previa al juicio. Sin embargo, en esa misma calle, donde no pasaba nada, se han visto acuerdos laborales como nunca antes. Un tramo de calle que se ha convertido en los últimos meses en juez y parte de la Justicia española, y que aún no puede creerse que haya logrado desbancar a las acogedoras salas calefactadas con cómodos bancos de madera que permitían a las partes implicadas mantener una tranquila conversación para lograr el tan difícil y soñado objetivo de una conciliación con avenencia.
Realmente, no quiero hacer de esto un drama, ni puedo decir con certeza si esta situación se prolongará mucho en el tiempo, eso serían meras especulaciones. También puede ser que me esté adelantando, y estas líneas mañana pierdan el sentido. Sin embargo, de lo que sí tengo certeza y no me cabe ningún tipo de dudas es de que estamos asistiendo a un cambio de paradigma. En estos tiempos, la vida cambia a un ritmo hiperacelerado, no sé si para bien o para mal, pero a veces no somos conscientes de estos cambios. Ya sea por comodidad o por dejadez, en ocasiones pasamos por alto ciertos actos y ciertas costumbres que nos alejan de nuestros derechos más básicos, y eso es peligroso porque la velocidad trae consigo pérdida de consciencia. En esta peonza de cambios, nuestros derechos, cada día que pasa se vuelven más vulnerables por el tipo de sociedad en que vivimos, y con esto no digo que sea mala, será diferente. Lo que realmente quiero transmitir es que, si no estamos encima de estos cambios, puede que sin darnos cuenta estos viren en contra de nuestros intereses, y contra algunos derechos que nos ha costado adquirir muchos años. Si esto ocurre, corremos el grave riesgo de que, tras muchos acuerdos legales en la calle, y tras tantas charlas frías, nuestros derechos terminen por morirse de hipotermia. Y como bien sabréis los amantes de "Titanic", tras la hipotermia solo queda perderte en el fondo del mar, si no que se lo pregunten a Jack.
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