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Dos cuentos cortos y un cuento largo

4 de Diciembre del 2022 - Alfredo Sancho Cavo (Madrid)

El primer cuento corto fue escrito por Augusto Monterroso, que ha sido el autor del cuento más corto jamás escrito: “Cuando despertó el dinosaurio aún estaba allí”.

El segundo cuento corto lo he escrito yo fusilando el de Monterroso: “Cuando Biden despertó Rusia todavía estaba allí”.

El cuento largo es la narración de lo que le aconteció a un tío mío que, nacido en Gijón y siendo un arquetipo del gijonesismo, en la primera semana de enero de 1939 abandonó España, embarcando en Barcelona con su mujer, con una hija de 7 años y con un hijo de 5, todos ellos gijoneses, rumbo a Venezuela. Allí se afincó y allí está enterrado.

En los años cuarenta del siglo pasado, en Caracas había una enorme afición a las carreras de caballos; mí tío no fue inmune a ella y acudía al hipódromo. La gran asistencia de público hacía que las taquillas de apuestas no dieran abasto y que la gente su pusiera nerviosa por el temor de que no pudieran apostar antes de que sonara la sirena que cerraba las apuestas. Es el mismo problema que hay en Las Mestas de Gijón con las apuestas para el Concurso Hípico desde hace 70 años. En una ocasión, apurado porque faltaban pocos minutos para cerrar las apuestas, mi tío observó que el hombre de delante de él estaba distraído y se coló; mala costumbre que tuvimos siempre los gijoneses, y que perdura hasta nuestros días. La acción de mi tío soliviantó al hombre, que se encaró con él en actitud violenta y, conocedor por su habla de que era español, le espetó: “¡Oiga, compadre, no crea que todos los venezolanos somos indios yanomanis!”. A lo que, impertérrito, mi tío le contestó: “No, señor, no lo son, pero a usted se le nota el sitio de la pluma”. No sé si el caraqueño, o no entendió lo que mi tío le dijo, o que, dada la corpulencia del que tal cosa le decía, optó por hacer mutis.

Continuando con el segundo cuento corto, Rusia siempre estuvo allí.

Después de la caída del Imperio romano, no hubo en Europa una erección de una ciudad entera comparable a la que, por un decreto del 27 de mayo de 1703 del zar Pedro I, se levantó en las orillas del río Neva, frente al mar Báltico. Su nombre inicial fue San Petersburgo, y también el actual. Durante más de dos siglos fue la capital del Imperio ruso.

La intención del Pedro I fue la de europeizar un país que gobernaba a centenares de pueblos de diferentes etnias que hablaban lenguas distintas, que poseía centenares de miles de kilómetros cuadrados en Asia y era dueño de Alaska. Para ello llenó San Petersburgo de teatros, como el que años después fue sustituido por el Mariinsky, famoso por sus ballets; de museos como el Hermitage, poseedor de una pinacoteca solo comparable con la del Museo del Prado, pero que a ella añade una colección de tres millones de piezas -estatuas romanas, griegas, orientales; armas, instrumentos musicales- y una gran biblioteca; de salas de conciertos, etcétera.

Las avenidas de San Petersburgo, denominadas “perspectivas”, superan en grandiosidad a los famosos bulevares parisinos que 150 años más tarde trazó el barón Haussmann. La Perspectiva Nevsky, con sus más de cuatro kilómetros de largo, y con los bellos edificios que la festonean, es una imagen inolvidable para quien la haya recorrido a pie.

Si alguien dijo hace muchos años que la lengua es el alma de los pueblos, el alma de ese pequeño cabo de Asia que llamamos Europa es la cultura. La construcción de San Petersburgo contribuyó a ello.

Me dirá alguno que qué tiene que ver el presidente Biden con lo anterior. La contestación es fácil: 70 años más tarde de la fundación de San Petersburgo, algunos ancestros de los estadounidenses actuales, indignados porque Londres había aumentado fuertemente los impuestos sobre el té, se disfrazaron de piel roja, subieron a los barcos y tiraron los fardos de té al agua. Es lo que se conoce como el motín de Boston. A algunos de los actuales estadounidenses, como la que fue gobernadora de Alaska Sarah Palin, promotora del Tea Party, como a Trump, reacios ambos a pagar impuestos, se les nota el sitio de la pluma. También se les nota el sitio de la pluma a varios de los componentes del Gobierno de Biden.

Señor presidente, ahora que, según la terminología política de su país, es usted un “pato cojo”, puesto que ha perdido la mayoría que tenía en el Congreso, en los dos años que le quedan de presidente puede usted pasar a la historia como el hombre que salvó a la especie humana de una extinción a golpe de bombas H. Rusia todavía está allí, y lo seguirá estando. Deje que sea el cambio climático, que es consecuencia del empleo de combustibles fósiles como el petróleo, de cuyos yacimientos y extracción son los mayores actores sociedades estadounidenses, el que nos extinga.

Primero licencie al belicista Stoltenberg, al que se le puede llamar Estultoberg, y que este utilice la puerta giratoria que hace tiempo se ha buscado: ser gobernador del Banco de Noruega, lo que le permitirá seguir amasando una fortuna colosal. Cualquiera que lo desee puede llegar a conocer el sueldo del presidente de los Estados Unidos. El sueldo que los países miembros de la NATO, entre ellos España, pagan a Stoltenberg es secreto de Estado. Este personaje fue primeramente activista de “haz el amor y no la guerra”, pero, en vista de que ello no daba dinero, se volvió belicista. Después, siéntese con el secretario general de la ONU, con el presidente de Rusia, con la presidenta de la Comisión Europea, con el presidente de China, y -¿por qué no, puesto que es usted católico?- con el Papa. Y tracen un nuevo orden mundial como el que en Yalta trazó Roosevelt, el mejor presidente demócrata, con Stalin. Una nueva hoja de ruta para combatir el cambio climático y evitar la extinción de nuestra especie.

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