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Bojador, campamento saharaui

15 de Diciembre del 2022 - Fernando Martínez Álvarez (Grado)

Azman, el chófer, se ha bajado del vehículo todoterreno. Un Toyota Land Cruiser con más de veinte años, un milagro inexplicablemente aún sostenido sobre sus ruedas. Ha tenido que detenerse al verse sorprendido por la hora Asr, momento del tercer rezo musulmán. Se ha bajado del vehículo, ha caminado fuera del asfalto una distancia de unos diez metros, adentrándose en el desierto, y se ha arrodillado sobre la arena para las flexiones y responsorios a su inefable Alá.

Después de unos breves minutos, continuamos a Bojador.

Descargado el equipaje, Carlos siente el deseo de dar una vuelta por la wilaya. Es poco aconsejable el caminar solo por el campamento. Los alrededores son una sucesión de caos uniforme de dunas y hondonadas, con jaimas y casetas, que hacen muy complicada la orientación para quien no sea originario de aquí. Además, las autoridades del Polisario no desean que los foráneos deambulen por el lugar, si no es en compañía de una persona saharaui.

De cualquier forma, Carlos sucumbe a su deseo, y con pasos esforzados camina pensativo sobre la hamada, ese terreno de piedra y arena que conforma este desolado desierto. Ni un vegetal, ni una palmera, ni tan siquiera una polvorienta plantita rastrera: la ausencia de vida aquí es absoluta. Únicamente este inacabable pedrero de polvo arenoso, mucho más allá incluso de lo que la vista pueda abarcar.

Son los terrenos que Argelia ha cedido al pueblo saharaui, para que les acojan en su lastimosa y apátrida condición. Una consecuencia forzada por la invasión de su patria por Marruecos, contraria a todo sentido común y al más elemental derecho internacional. Una ilegalidad impuesta con la violencia por un ejército muy superior en número y medios, para servir a infames intereses movidos por la avaricia en la posesión de unos recursos naturales que no les pertenecen.

La población saharaui que no se ha exiliado sufre unas condiciones deplorables, con abusos, vejaciones y martirio. El resto del pueblo, fuera de los territorios ocupados, sufre el apartamiento de su patria por un muro de arena y fosos, con más de dos mil setecientos metros de longitud. Si se olvida la muralla china, es el muro más largo construido por el hombre y está servido por zonas de control, con cuarteles de soldados cada dos mil metros, con ocho millones de minas de contacto enterradas en una franja a lo largo de las proximidades, con drones de última generación proporcionados por Israel, que armados con tecnología explosiva de vanguardia hostigan, mutilan, hieren y matan a los bravos soldados saharauis, sacrificados en tan inaudita y espuria frontera.

Carlos piensa en todo esto, incapaz aún de habituarse al paisaje que le rodea, cosa que no le ocurre hasta pasados tres o cuatro días después de haber llegado. Las diferencias son demasiado grandes con la vida que a él le ha tocado en suerte. Aquí las personas viven en jaimas, una especie de tiendas de lona, o en pequeñas construcciones hechas de grises y tristes bloques de hormigón. El agua la consiguen de una suerte de “cojín” de material plástico de unos dos metros de lado, con un tubo en la parte superior para ser rellenado por el camión cisterna; y otro tubo más delgado, en la parte inferior, para drenar el suministro. Ahora, afortunadamente, ya casi todas las casas tienen corriente eléctrica; llega mediante un cableado tendido por la arena, pues aquí no existen los postes de sustentación de línea. El Gobierno argelino dona desinteresadamente el fluido eléctrico para todos los campamentos y para la capital Rabuni.

La alimentación de los saharauis refugiados depende de lo que llaman “canasta básica”, una variada cantidad de productos de primera necesidad (arroz, lentejas...) que la Luna Roja argelina y la solidaridad internacional les hace llegar.

Carlos camina por la wilaya entre restos de chapas, hierros y otros materiales que componen los cierres de pequeños apriscos para cabras. Elude pararse a imaginar qué es lo que puedan comer aquí esos pobres animales.

La noche pasada, salió de la jaima para fumar un cigarrillo bajo el “festival” estrellado de un cielo oscurecido de ocaso y vio cómo tres perros semisalvajes perseguían con furia y acosaban a un aterrorizado gato, hasta conseguir finalmente su caza, para disputarse devorarlo. Áspera aridez de esta nada, que vuelve salvajemente duro el funambulismo de la supervivencia.

En los territorios argelinos de acogida hay seis poblaciones. Rabuni, que es la capital administrativa. Y cinco wilayas o campamentos de refugiados, que han sido bautizados con los nombres de otras tantas ciudades de los territorios ocupados del Sahara Occidental: El Aaiún, Smara, Auserd, Bojador, Dajla.

Tras sus repetidos viajes Carlos ya los conoce todos. Han sido años de labor callada, humilde, de dedicación a tratar de mejorar, según sus posibilidades, las condiciones de estas personas. El gran juego de la política internacional le interesa poco, él trata de poner el foco de su atención en la enorme escasez y miseria de estas personas. “No tienen nada”, dice con una mirada triste y vacía. “Dependen absolutamente de todo, de lo que nosotros podamos hacer por ellos”.

Sus viajes son una interminable panoplia de paquetes y encargos que entregar. El último, un sobre con trescientos euros para la escuela Mahfud Ali Beiba que su colegio hermanado (Bernardo Gurdiel, de Grado) ha enviado para la adquisición de una fotocopiadora.

Y su último empeño importante ha sido ahijar a un muchacho.

Sidi pronto le llenó su vida por completo. El estrenado padre consiguió hacerle un sitio legal en esta tierra, para que intentara formarse y buscar la posibilidad de tener una oportunidad de futuro.

Entretanto allí quedan personas que viven un estado de carencia permanente; aunque no de deseo.

Mientras aquí muchos de nosotros nos vemos subordinados a nuestros berrinches de ansia por las cosas más superfluas, ellos pueden darnos lecciones con su gran capacidad para la felicidad, a pesar de su penuria.

En los rostros de los niños solo puedes ver amplias sonrisas y un afán continuo de comunicar, a corazón abierto. Y siempre su alegría de “Hola, hola, hola”; “Cómo estás”.

No tienen nada, casi nada. Solamente lo que como limosna nos mostramos dispuestos a desprender.

Pero sí, desde luego sí que tienen algo. Alguna especie de algo que a muchos de nosotros nos falta, que carecemos de ello; porque en nuestro mundo de abundante y variada comida, de nuestras ropas técnicas de última generación y bajo nuestros caudalosos y calientes chorros de ducha matinal, nunca hallaremos la limpieza de espíritu ni la alegría vital de estas personas admirables.

La bondad proveniente de la abundancia es bella, pero la humanidad surgida de la miseria es absolutamente excepcional.

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