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Mi amigo el cura rojo compañero de Comillas

17 de Febrero del 2023 - Antonio Parra (Cuideru)

Enrique Castro Bermúdez (RIP) era mi amigo en aquellos tiempos de mi adolescencia en Comillas.

Acaba de fallecer a los 80 de un cáncer por el tabaco el cura rojo de Entrevías, era aquel amigo y valedor en el Seminario de Comillas cuando mis padres, que eran pobres, no podían pagar la mesada ni comprarme otra sotana, pues había crecido y la que vestía me quedaba corta.

Todos se reían de mí, yo era aquel adolescente muy bueno en latines pero un cero patatero en matemáticas y en física y química, que nos daba el padre Rábago, aquel jesuita santanderino que ofició como traductor en el encuentro de Franco con Eisenhower.

El prefecto de los retóricos, un vasco con muy mala leche, un tal Eguillor, me cogió ojeriza desde el principio, me mandó al pelotón de los torpes, no despreciaba ocasión para humillarme en público. Me dijo una frase que aún me está hiriendo y contra la cual me he rebelado toda mi vida: “Tú no vales para Comillas, careces de nivel, nunca serás nada”.

Se me cayeron los palos del sombrajo, y yo que quería ser obispo...

Sin embargo, Enrique Castro, que era de un curso superior, vino a pedirme disculpas y consolarme al verme llorar por los pasillos.

Siempre le estaré agradecido al cura rojo, el amigo de los pobres y marginados, el contestario que se las tuvo tiesas con el nefasto cardenal Rouco, y en su óbito me acuerdo del título de una novela de Cesbron “Los santos van al infierno”.

Seguramente que a estas horas el padre Enrique, el que se quitó la sotana y daba rosquillas y vino en la eucaristía, está ya gozando de la gloria del Padre. Formando parte del cupo de los elegidos, del cupo de los justos de Israel.

El verano de 1959 fue traumático en mi vida. Yo despuntaba en el Seminario de Segovia como latinista y era un adolescente piadoso.

El rector, don Julián García Hernando, de feliz memoria, le dijo a mi padre que yo tenía madera de obispo, que me mandaran a Comillas, el seminario de élite. Eché la instancia y fui aceptado.

Le llevé la carta a mi padre, que entonces estaba en el campamento de Robledo instruyendo a los de la IPS y a los quintos, y me dijo: Comillas es más caro que el Seminario de Segovia, no tenemos beca, pero haremos un sacrificio.

Vino mi tía Dominica del pueblo y ayudó a mi madre a preparar el ajuar. Todas mis prendas habían de llevar bordado un número, recuerdo ese número: 288, no se me olvidará nunca.

Lleno de ilusión, la noche del 1 de octubre tomamos el Correo de Santander, tren nocturno que llegaría al amanecer a Torrelavega, yo con mi cofre, el rosario en la chaqueta, el pelo al cero y toda una vida por delante, quería ser obispo.

En la estación de Medina del Campo subieron todos los aspirantes de Zamora, Ávila, Palencia y Valladolid. Entre los de Valladolid se encontraba Enrique.

Habían venido a despedirle su padre, un coronel de Aviación que mandaba la base de Villanubla, y unas hermanas muy guapas.

Enrique, amable, dicharachero y hasta diríase que guapo, con una gafas sin montura y hablando un poco pijo, causaba impresión por su afabilidad y simpatía.

Ya se veía que era un líder, y yo estaba un poco atemorizado porque mi padre no era más que un pobre sargento de artillería y entre los vascos que se agregaron en Venta de Baños se encontraban hijos de poderosos industriales y empresarios vizcaínos. Temí no estar a la altura.

Enrique Castro nos divertía contándonos las aventuras de aquel verano. Recuerdo los nombres de José Manuel Roque de Miguel y un tal Vaquerizo que debió de ser el padre de ese famoso que anda en lenguas por las redes sociales, un sí es no, es de los que pierden aceite.

Aquel largo viaje en el Correo de Santander no lo olvidaré jamás. Por primera vez vi el mar y olí el perfume de la hierba y de los pastizales cántabros, tan diferentes de los barbechos castellanos.

En Torrelavega nos aguardaban dos maestrillos gallegos. Uno era el padre Cavada, que nos ayudó a cargar nuestros baúles en una camioneta, yo aferrado a mi baúl y aferrado al rosario que llevaba en el bolso de mi chaqueta de pana. Tuve una expresión mayestática al subir la Cardosa, la cuesta que bordea el seminario entre rosales y tamarindos. Fue una sensación mágica.

Allí me encontré a un vasco que se llamaba Aramburu, me enseñó todas las galerías y dependencias del enorme caserón. Fuimos a saludar al padre Mayor, que era el encargado de la clase de Griego para los Retóricos; me produjo una sensación de humildad aquel sabio helenista que conocía todos los intríngulis de la lengua de Homero y que el día de San Juan Crisóstomo escogía a uno de sus alumnos más destacados para pronunciar una de las filípicas de Desmóstenos desde el púlpito a la hora del desayuno. Aramburu creo que fue uno de los dos de mi curso que llegaron a cantar misa, el otro fue Antonio Pelayo, famoso periodista del “Ya” y corresponsal de la COPE en el Vaticano.

Sin embargo, he de confesar que fuimos los últimos de Filipinas. Con nosotros empezó la desbandada. Los seminarios vacíos, que fue el tema de mi libro.

El Concilio vació los seminarios y todos colgaron la sotana. Aquel año en Comillas me marcó, acentuó mi rebeldía contra ciertas malas praxis del nacionalcatolicismo, la obsesión sexual que pudo convertirse en verdadera tortura, el "streaming", promocionar a los que valen y a los hijos de los ricos. Sobre todo, a los vascos.

Ahora entiendo la frase de por qué ETA nació en un seminario.

La condena de Eguillor sobre mis capacidades con aquella crueldad sin miramientos en la que son verdaderos artífices los jesuitas me hizo contestario. Comillas fue para mí la forja de un rebelde. Lo cual no es óbice para que sintiera admiración y recuerde con cariño a otros jesuitas, como el padre Martino, el padre Heras, el maestrillo que me venía a avisar a las tres de la madrugada para que me levantara al baño. Yo padecía enuresis, y me meaba en la cama, se dispararon mis complejos de inferioridad.

En el pelotón de los torpes estaba Juan Bedoya, que también llegó lejos en el periodismo. Fue corresponsal religioso de “El País”, y por lo que a mí respecta, que se chinche Eguillor: alcancé el summum del periodismo, las corresponsalías de Washington y Londres.

Nos juntábamos a leer “La colmena” de Cela frente al mar sentados en un desmonte de Peña Castillo y por las tardes cantábamos la salve en el “Stella Maris”.

A Enrique de Castro Bermúdez no volví a verlo hasta los años 90, estaba muy cambiado, no era aquel adolescente guaperas y dicharachero de Comillas, sino un señor con la mirada doliente, sus ojos habían penetrado en la realidad española; yo le dije que recordaba con cariño aquellas misas en latín y aquellas salves en el “Stella Maris”, hizo un mohín, pero inmerso en su caridad no quiso reprobar mi actitud algo carca en dicho instante.

Torció el gesto y se despidió. Pienso que la Iglesia es multifaria y el rostro de Cristo tiene muchos ángulos de visión, innumerables facetas. Los escolásticos los denominan "suum cuique", y yo estoy por una Iglesia donde la liturgia y la tradición son el baluarte. Por eso sigo entusiasmado a los rusos que conservan eso que nosotros hemos perdido, la fe prístina sin aditamentos. Estoy en las antípodas de los postulados de Enrique, pero los dos vamos a lo mismo.

Fuimos amigos. La secularización tiene sus peligros, pero soy amigo de los musulmanes, repruebo la crueldad católica ya fustigada por Francisco de Quevedo y trato de hacerme ingenuo como un niño.

Aquel niño que fui en Comillas, maltratado y lanzado a las tinieblas exteriores por los Eguillores de turno, los intolerantes, los montanos que quieren una Iglesia a su medida solo para santitos. No, la Iglesia no puede convertirse en un problema de bragueta.

Esa es gasolina con la cual quieren incendiar a la Iglesia sus enemigos. Es caridad, es quietud, es oposición a los poderes fácticos.

Enrique de Castro Bermúdez hizo de su vida la regla de oro de San Agustín: “Ama et fac quod vis”, ama y haz lo que te pete. Por eso fue un gran cura, un cura de mi generación, la del 68.

No es verdad, Cesbron, los santos ya no van al infierno, van al cielo de cabeza.

Descanse en paz, Dios lo tenga en su reino.

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