El último latido
Quienes alertaron de que la primera ley del aborto, justificada en la regulación de una serie de supuestos tan excepcionales como dramáticos, servía de precedente a la verdadera aspiración de convertir la interrupción del embarazo en un derecho, no se equivocaban. Su intuición les hacía ver que nuestra sociedad entraba en una especie de pendiente resbaladiza, donde el amparo del Estado se extendiera a otras justificaciones más amplias y menos excepcionales y donde la eliminación del “nasciturus”, lejos de juzgarse como la ignominiosa vulneración del derecho a la vida que es, se tornara en cúspide de la lucha de los derechos de la mujer y en símbolo del progreso social, si es que puede entenderse como progreso que una menor pueda abortar sin el conocimiento ni la autorización de sus padres.
Sin embargo, lo que aquellos visionarios no pudieron llegar a vislumbrar por entonces es que la defensa del aborto no fuera algo exclusivo y congénito de los partidos autoproclamados progresistas, de aquellos parlamentarios que celebran con estrépito y en pie, cual romanos en las gradas circenses, todos y cada uno de los apuñalamientos legales asestados a la vida del no nacido. Lo que quienes antaño profetizaron la ampliación del marco de la primera ley no llegaron a sospechar fue que el líder del mismo partido político que por entonces se oponía frontalmente a la ley del aborto e ideológicamente se posicionaba a favor de la vida del concebido no nacido llegara años más tarde a apoyar y reconocer políticamente la legislación filicida. Y lo haría, precisamente, a colación de la sentencia del Tribunal Constitucional que resolvía el recurso de amparo interpuesto por su mismo partido político, aunque quizá por otros componentes más coherentes que él mismo. Recurso que, por otra parte, durmió en un cajón durante once años y que se desempolvó, ante el asombro y el desencanto de los ciudadanos, coincidiendo precisamente con un cambio de la mayoría ideológica del tribunal, cuando oportunamente esta era más afín a las facciones políticas que habían aprobado la propia norma impugnada.
Pero lo que aquellos iniciales defensores de la vida nunca llegaron a conjeturar era que el Gobierno de la nación se opondría frontalmente a la iniciativa legislativa de trasladar a las embarazadas que habían decidido interrumpir su embarazo toda la información que fuera posible antes de terminar con la vida del hijo que habían concebido, incluida la audición de los latidos del corazón de una existencia genuina e insustituible. Mutándose el Ejecutivo en ejecutores, los miembros del Gobierno se comportan como si la verdadera aspiración fuera acabar con la vida del no nacido y no el proporcionar a la embarazada los apoyos necesarios que eviten la adopción de una decisión que a demasiadas mujeres ya les ha producido secuelas personales absolutamente demoledoras. En su fanatismo, ven coacciones donde únicamente existe auxilio o asistencia.
Nuestro derecho penal se vanagloria de que ningún reo puede ser condenado sin ser oído. Es la institución de autodefensa que llamamos derecho a la última palabra. Sin embargo, lejos de adoptar tan loable actitud garantista, se empeña nuestro actual Gobierno en que el feto condenado a morir no tenga ni la oportunidad de que sus últimos latidos sean oídos.
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