Don Constantino, un buen cura, un cura bueno
Nos dejó nuestro querido párroco de Villacondide. Con la discreción que le caracterizaba partió en silencio un fin de semana, como para no interferir en las obligaciones diarias de quienes le quisieran despedir. Cuando vino al mundo le pusieron Constantino: constante, perdurable, como Constantino I el Grande, el emperador que legalizó la práctica del cristianismo en el Imperio Romano poniendo fin a las persecuciones. Quizá como presagio de una vida de entrega a los demás y a la fe que contribuiría a enriquecer, por su generosidad y pureza, la imagen de una Iglesia hoy tan necesitada de ejemplos como el suyo.
Después de su funeral, emocionada por los recuerdos, comencé a hilar la idea de dedicarle unas letras que pudieran animar a otros a unirse para pedir que alguien, quien tuviera saber y competencia para hacerlo, iniciara las gestiones para que llegara a ser declarado santo. Siempre había oído que una condición para la beatificación previa a la canonización era haber hecho un milagro y esto, que a mí me parecía lo más difícil de probar, ya lo había obrado conmigo: el milagro de volver a acercar a la Iglesia a una atea recalcitrante.
Aunque crecí en una familia católica y practicante, me eduqué en colegio de monjas y visité santuarios y lugares de culto, al llegar a la Universidad y estudiar a Carlos Marx la venda se me cayó de los ojos y dejé de creer. De repente, todo tan claro: “El hombre inventa a Dios cuando no puede satisfacer sus necesidades”. ¿Dónde está Dios y su bondad? ¿Dónde está Dios y su justicia? Y como el niño que descubre que no existen los Reyes Magos, lo aparté de mi vida y me olvidé de Él.
Ser creyente constituye una inestimable ayuda para afrontar las dificultades diarias y aún más para aceptar sin miedo la certeza del final, pero no es algo voluntario. ¡Qué más quisiera yo que creer en algo! Pero quiso el destino, la mala suerte o más bien la vida misma, que una terrible enfermedad llevara a mi amado padre al borde de la muerte, entonces, olvidándome de Marx o más bien de acuerdo con él, al no poder satisfacer la necesidad de sanarlo cuando supuestamente estaba en coma, inventé a Dios y me dirigí a la capilla del hospital dispuesta a hacer tratos con Él: “Si papá se salva mis hijos harán la comunión”. Así sin más, por si acaso.
Mi padre salió de aquel trance y vivió trece años más. Fue entonces cuando, no por creencia sino por cumplir mi promesa, tuve que acudir a don Constantino. La forma como nos acogió, sin un reproche, sin una pregunta, con los brazos tan abiertos como las puertas de su querida y mimada iglesia de Villacondide, fue el principio de una admiración por su persona y un respeto por lo que representa que me acompañarán mientras viva. Mis hijos tomaron su primera comunión en el año 2000, los gemelos por su edad y el mayor con 18 años. Mi marido y yo también confesamos y comulgamos y empezamos a acudir regularmente a la misa.
Ocho años después hablaba con mi amiga Elena de lo agradecida que estaba de nuestro cura y ella a su vez me contó gratos recuerdos de su infancia, como las “chocolatadas” de fin de curso del catecismo cuando metía a todos los niños en su Simca verde y los llevaba a disfrutar de una tarde divertida por los alrededores. Supe que cuando se acercaba la fecha de San Cosme sin que hubiera comisión, animaba a organizarla y él mismo les ayudaba. También que había sido el impulsor de que las “caleyas” del pueblo se transformaran en caminos transitables convenciendo a los propietarios para que cedieran terreno para ampliarlas. De este modo nos animamos la una a la otra a organizar “algo” para darle las gracias.
Pensamos que ya era hora de mostrarle un poco de agradecimiento y junto a Gema, la prima de Elena, empezamos a pedir la colaboración de los vecinos para comprarle una placa y darle un pequeño homenaje. La respuesta fue abrumadora, comprobamos cuánto le apreciaban y pudimos ofrecerle bonitos regalos que aceptó con el rubor que su humildad le imponía y la sonrisa satisfecha de quien se siente querido.
En nuestro recorrido por la parroquia nos iban relatando anécdotas que hablaban de su gran generosidad y altruismo. Desde que llegó a la localidad había sido fuente de modernidad y progreso: el bajo de la rectoral pasó a ser sede de reuniones, cursos y proyecciones que animaban la vida del lugar, organizaba viajes y excursiones (Covadonga, La Coruña, Santiago, León) de las que pudo disfrutar gente que nunca había salido del pueblo y hacía de chófer ante cualquier necesidad, incluso un señor nos contó que le ofrecía llevarlo con él para que viese a su novia cuando tenía algún entierro en la zona donde ella vivía.
Sobre todo destacaba su preocupación por los enfermos, visitándolos y poniéndose a disposición de ellos y sus familias, y por los más necesitados, a los que llevaba comida, ropa y medicinas. Por suerte para todos, el nivel de vida fue mejorando y estas ayudas fueron haciéndose cada vez menos necesarias, pero cuando era menester, allí estaba.
Algo que no perdió nunca, y que no dejaremos de echar de menos, era esa ilusión, alegre y contagiosa, casi infantil, por celebrar los días especiales, Navidad, Corpus, San Cosme…Flores y coros adornaban nuestra iglesia haciéndola más bella si cabe. ¡Cuántos párrocos quisieran tener la suya tan llena! Había que darse prisa para entrar si queríamos coger sitio en los bancos. Y las procesiones… intentaba ordenarnos en dos filas perfectas pero siempre había alguien, quizás algún foráneo, que se salía y vuelta don Constantino a intentar colocarnos.
Los años fueron pasando para todos, también para nuestro párroco, su voz se fue haciendo más débil y alguien creyó que debía jubilarse, costó convencerlo y no creo que lo consiguieran, siguió celebrando la misa en su casa ¡Cómo me hubiera gustado asistir! Dicen que nadie es insustituible, pero no es verdad. Lo siento por los que vienen cargados de buenas intenciones, pero es imposible ocupar su lugar. Yo les deseo lo mejor, los mayores éxitos, que sean muy queridos y ocupen su propio espacio, sin comparar. Porque a don Constantino no se le puede sustituir. No necesitaba grandes discursos, su sencilla homilía, su limpia presencia, su cómplice mirada al coro, su tímida pureza, nos bastaba. Salíamos de la misa plenos de alegría y del espíritu de Dios que de su ser emanaba.
En el trayecto hacia la canonización se siguen cuatro pasos: siervo de Dios, venerable, beato y santo. Para los dos últimos hay que probar sendos milagros. Para el primero debe demostrarse que su vida fue ejemplar y virtuosa; para el segundo, que sus virtudes fueron heroicas. Benedicto XIV define al cristiano con virtudes heroicas como aquel que desempeña las acciones virtuosas con extraordinaria prontitud, facilidad y placer, con motivos sobrenaturales y sin razonamientos humanos, con auto-abnegación y pleno control de las inclinaciones naturales.
Difícil entender tanta abstracción, difícil medir virtudes y milagros, se necesitan expertos. Vamos a lo más terrenal: abrir una causa de beatificación, 50.000 euros; pagar a expertos, médicos, teólogos y obispos que evalúan cada caso, 15.000. Se calcula que el coste medio de todo el proceso está en torno a los 500.000 euros ("La Voz de Galicia", 7 de noviembre de 2015). Sobran las palabras. Juntar ese dinero podría constituir el segundo milagro. Pero estamos seguros de que usted no lo permitiría.
Fe, esperanza, caridad, prudencia, fortaleza, justicia, templanza, castidad, paciencia, generosidad, diligencia… son virtudes de las que podría presumir sobradamente si no fuera por otra que disimulaba todas ellas: la humildad.
Así que, don Constantino, mejor vamos a prescindir de la vanidad de intentar colocarle en el catálogo de santos y, en lugar de rendirle culto, le recordaremos siempre con eterna gratitud y, esos días señalados de especial celebración, procuraremos hacerlo en su amada iglesia, como a Vd. le gustaría.
Gracias por darnos tanto sin pedir nada.
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