La diplomacia bien vale una misa
El hugonote (calvinista-protestante) Enrique III, rey de la Navarra francesa desde 1572 como sucesor de su madre doña Juana de Albret, ya se había convertido oficialmente al catolicismo para salvar la vida con motivo de la famosa masacre de hugonotes el día de San Bartolomé en París (22 de agosto de 1572), cuatro días después de su boda por razones políticas con Margarita «Margot» de Valois, hermana del rey Carlos IX, de la que se separaría en 1599.
Pero a finales de 1576 escapó de la corte y, declarando de nuevo su fe calvinista, se puso al frente del ejército protestante y guerreó duramente contra el católico.
A la muerte sin herederos de Carlos IX en 1574, le sucede su católico hermano Enrique III, quien, también sin herederos y antes de morir asesinado en 1589, se alía y reconcilia con su cuñado Enrique reconociéndolo, además, como heredero a la corona, pues la ley sálica originaria e imperante siempre en Francia impedía reinar a su mujer Margot, última descendiente Valois viva, ya que el pequeño de los hermanos, el duque de Anjou, había muerto en 1584.
Esto será inaceptable para la poderosa Liga Católica dirigida por los Guisa y apoyada por el Papa y Felipe II de España, pero una serie de victoriosas batallas de Enrique (Coutras, Arques e Ivry) y otras circunstancias harán que la Liga Católica se divida, facilitando a aquél el acceso efectivo al trono francés, siempre que abjurase del protestantismo.
Así, en un acto de realismo político, abjuró el 25 de julio de 1593, momento en el que se le atribuye la célebre frase «París bien vale una misa», siendo coronado en la catedral de Chartres el 27 de febrero de 1594 como Enrique IV de Francia, y entró por fin en París a los pocos meses.
Luego vendrían el Edicto de Nantes (1598), sus segundas nupcias con María de Médicis en 1600, su abundante descendencia (seis hijos), la sucesión por su hijo Luís XIII que casaría con la infanta española Ana de Austria (la de los «Mosqueteros» de Dumas) y, finalmente, su asesinato en las calles de París (1610) por Ravaillac, un fanático católico.
Además de su pragmatismo fue un rey muy apreciado por los franceses: «El buen rey Enrique».
He recordado esta curiosa historia real para ilustrar los permanentes desacuerdos, desencuentros y desavenencias del presidente Zapatero con el Papa y la Iglesia católica desde el comienzo de su presidencia.
Cuando en el verano de 2007 el Papa visitó Valencia, ya escribí un artículo titulado «La Moncloa bien vale una misa», en el que indicaba ciertos desaires sin considerar que aquél es un jefe de Estado y, por tanto, receptor del protocolo diplomático que como tal le corresponde, aparte de representar a la religión mundialmente más seguida y muy mayoritariamente por los españoles, con independencia de su práctica regular.
La carencia de «talante y talento» diplomático (que ya inició con su «sentada» ante la bandera de EE UU), en la reciente visita del Papa a Santiago y Barcelona, determinados actos y manifestaciones, y las declaraciones, acusaciones y amenazas proferidas por Zapatero como «No vamos a hacer lo que quiera el Papa», amplificadas por sus «portavoces» y con la rotundidad insultante y acultural de su «epígono» y «cruzado practicante» José Blanco (colaborador de la COPE en Lugo, algo así como Víctor Manuel «odeando» a Franco, o sea, «pecadillos veniales» de juventud del frente ahora frentista), con motivo de tal visita, por cierto muy masiva y exitosa, empobrecen la diplomacia y la política española.
Si el Papa alude, puntualiza y critica algunas políticas gubernamentales sobre matrimonios homosexuales y adopciones, aborto, familia, educación para la ciudadanía, embriones..., lo hace porque son contrarias a la doctrina moral católica, incluida su crítica al anticlericalismo creciente y militante, y su comparación, poco afortunada en este caso, a lo sucedido durante la II República.
Subtítulo: A propósito de los desencuentros del presidente Zapatero con el Papa y la Iglesia católica
Destacado: La aconfesionalidad y aun laicidad del Estado no está reñida con el diálogo Gobierno-Iglesia, ni con marginarla de la esfera pública: hay numerosos ámbitos en los que debe ser escuchada por sus competencias importantes
Cuando para muchos la tan inapreciable transición se inicia y desemboca en la Constitución de 1978, la de la concordia, su artículo 16.3 indica: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones».
Seguramente que, al igual que otras cuestiones constitucionales, las relaciones Iglesia-Estado (aconfesional, pero no laico) deberán revisarse, pero en un marco sosegado, en el que ni siquiera el todopoderoso Alfonso Guerra de 1982 quiso entrar a fondo: «Sólo me faltaba eso», dijo, y remarcó el clásico «con la Iglesia hemos topado» del «Quijote».
Mi opinión respecto a la Iglesia siempre ha sido que lo espiritual-religioso pertenezca a la órbita privada y soy agnóstico-aconfesional, en línea laica, pero muy respetuoso con las tradiciones y representatividades, así como con los protocolos, en particular diplomáticos.
Pero hasta en eso es el propio Zapatero quien ha resucitado, por reacción, a un cierto «anacrónico nacional-católico del bajo palio» claramente decaído pero cualitativa e históricamente aún poderoso, aunque muy respetable y creciente en su versión democrática, moderna y contemporizadora y, en todo caso, con su derecho a visitar, manifestar y manifestarse, sin recibir por ello descalificaciones e insultos, tildándola incluso de «apartheid», o cerrando al culto una Iglesia en Toledo o, recientemente, la basílica del Valle de los Caídos que ha tenido que reabrir ante la justa presión de los fieles.
- La aconfesionalidad y aun laicidad del Estado no está reñida con el diálogo Gobierno-Iglesia, ni con marginarla de la esfera pública: hay numerosos ámbitos en los que debe ser escuchada por sus competencias importantes, como patrimonio histórico, mecenazgo artístico, labores asistenciales...
- Si bien la Iglesia no debe influir en la política en sentido general, sí puede opinar y recomendar sobre conductas acordes con la moral católica, por muy diferentes que sean de las vigentes.
La Iglesia puede entenderse como un «poder», nunca constitucional, en el mismo sentido que los grandes grupos mediáticos, financieros, energéticos, deportivos, que ejercen «presión» a su manera, entendemos que democrática.
- Deben preservarse todos los derechos, es decir, que la libertad de cada uno termina donde comienza la del otro: el Gobierno tiene su derecho a gobernar, pero no lo hace siempre para todos, pues casi ninguna ley ha sido apoyada ni por el partido mayoritario de la oposición ni, frecuentemente, por otros.
- Es legítimo el derecho a manifestar y manifestarse de todos, no sólo de quienes apoyan al Gobierno, porque hay políticas contrarias a la moral y dogmas católicos, pero también de muchos otros ciudadanos no necesariamente confesionales.
Al igual que otros colectivos (trabajadores de diferentes sectores, víctimas del terrorismo, artistas, sanitarios, profesores, judiciales, policías...), también la Iglesia tiene el derecho de hacerlo, lo que no implica el incumplimiento de la ley ni tampoco su esfuerzo por modificarla.
- Deben estudiarse modificaciones constitucionales u otras normas después de treinta años: entre ellas las relaciones Iglesia católica-Estado español, pero con el «talante» y el «talento» de la transición, no con modos anacrónicos de anticlericalismo ofensivo.
- La democracia implica una serie de relaciones muy complejas, para las que se requiere talento, y no exclusiones como de la Iglesia, del PP en el pacto del Tinell, de las víctimas del terrorismo,...
Por todo lo anterior sigo pensando que el Vaticano y la diplomacia ¡bien valen una misa!
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