Un coro

21 de Marzo del 2023 - José Francisco Santos Rodríguez (Centreville, VA (EE UU))

Jesús López Cobos (1981); Orfeón Donostiarra (1984); Victoria de los Ángeles, Teresa Berganza, Montserrat Caballé, José Carreras, Pilar Lorengar, Alfredo Kraus, Plácido Domingo (1991); Alicia de Larrocha (1994); Joaquín Rodrigo Vidre (1996); Barbara Hendricks (2000); Krzysztof Penderecki (2001); Paco de Lucía (2003); Bob Dylan (2007); Las Orquestas Infantiles y Juveniles de Venezuela (2008); Riccardo Muti (2011); Ennio Morricone, John Williams (2020); Carmen Linares (2022).

Esta es la relación de premiados vinculados al mundo de la música en la dilatada historia del Premio “Princesa de Asturias” de las Artes.

En el año 84, la Fundación Princesa de Asturias, en su acta del jurado decía, entre otras cosas, sobre el Orfeón Donostiarra: “... reconocimiento a la continuidad de su desinteresado trabajo artístico... a su permanente superación... a su labor colectiva...”. En el 2008, el acta del jurado sobre el Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles de Venezuela, decía: “... confianza audaz en el valor educativo de la música para la dignidad del ser humano”. Este último premio que menciono, por tratarse de niños y jóvenes, es especialmente revelador para este caso que me ocupa.

Y llegamos a mediados de este mes de marzo. El patronato de la Fundación Princesa de Asturias decide dar por finiquitada la actividad de, precisamente, los coros Infantil y Juvenil de dicha Fundación. Cierran la puerta a 35 años de actividad. ¡35 años! Cierran la puerta al trabajo artístico desinteresado, a la permanente superación, a la labor colectiva, al valor educativo de la música y su capacidad para construir dignidad en el ser humano. O las palabras plasmadas en aquellas actas son papel mojado, o la memoria es frágil, o lo certificado entonces carece de valor ahora; tal vez los valores sean otros y el pasado no importe. Me pregunto con ingenuidad qué pensarían, si lo supieran, esos premiados de años pretéritos. Sea como fuere, la noticia duele, y nos hace a todos un poco menos libres, un poco menos sabios; nos resta capacidad para valorar la belleza, el gozo, la sorpresa; nos despoja de armas muy valiosas para el crecimiento y la formación como seres humanos.

Mi hermano y yo fuimos unos de esos niños que aparecieron en el año 88, acompañados de un progenitor (nuestra madre, en nuestro caso), por los bajos del teatro Filarmónica de Oviedo, con una mochila de inquietud, perplejidad y anhelos, prestos a realizar las pruebas convenientes para ser admitidos en un recién creado Coro Joven. Nuestra incorporación fue, como en aquella pista de despegue en Casablanca, el principio de una bonita amistad. Me atrevo a asegurar que ninguno de los dos era capaz en aquel momento de, ni siquiera atisbar, cuánto de importantes iban a ser aquellos años posteriores; como miembros primero del Coro Joven, pasando al Coro de Adultos, tiempo más tarde. Vivencias, aprendizaje, valores.

Entre las primeras; nada menos que nuestro primer viaje al extranjero; aquel intercambio irrepetible, con un coro alemán de Essen, que nos abriría los ojos a otra cultura. Hasta tal punto que llevó a alguno de mis compañeros a aprender su idioma, incluso alguna compañera ha acabado viviendo allá. La primera tarta de queso que comí en mi vida fue en una espicha en Peñamellera. Las espichas en el coro eran constelaciones en sí mismas. También supe allí de amores y de algún que otro desamor. De mi nómina de amigos, unos cuantos nombres salieron de las distintas cuerdas, entre ensayos, parciales, autobuses... He sellado con ellos momentos impagables que se han perpetuado. Sin ellos yo no sería el mismo. Sin duda sería peor persona. En el coro se aprende, como en pocos sitios, de lealtades y fraternidad. Y he mencionado los valores. Nadie iba a jugar al coro. Íbamos a disfrutar, pero no a jugar. Hora y media de ensayos, tres veces por semana, más media hora de técnica vocal individual. Las normas eran claras: si ensayabas cantabas; si faltabas, no. Disciplina, entrega, voluntad.

Muchos de los pueblos de la Asturias que ahora conozco, mi tierra -tierra de la que tan lejos estoy, escribiendo esto ahora-, me fueron descubiertos gracias a aquellas entrañables giras que cada año hacíamos con un variado programa a capela bajo el brazo. No necesito esforzarme para recordar plazas e iglesias, gentes que con un entusiasmo y una generosidad contagiosas nos acogieron muchas tardes de sábado, agasajándonos tras el concierto, con espichas pantagruélicas marca de la casa, de esa Asturias rural que tan necesitada está de atención y apoyos. La Fundación Princesa de Asturias otorga cada año un premio al “Pueblo ejemplar”. Cada uno de estos 35 años de singladura, nuestro coro ha cogido su carpeta de partituras, su atril, sus bolsas de uniformes... y se ha ido a poner delante del pueblo galardonado para reconocer su labor vital; ese sagrado y cada vez más heroico ejercicio de resistir los empellones que asolan eso que llamamos la España vaciada. El año próximo no habrá juventud descubriendo, entre silencios, algaradas y corcheas, ninguna aldea. El año próximo, el premio al “Pueblo Ejemplar” será un poco más pobre. Perderán las gentes de la aldea, perderán los guajes y las guajas. Pierde Asturias. Siempre.

Un coro es un ser vivo. Y es una quimera. En un coro se dan unas particularísimas sinergias que sin quererlo ponen en evidencia los comportamientos colectivos a los que estamos acostumbrados. En un coro no hay clases sociales. En un coro no importan las opciones sexuales, los colores, la ropa que llevas, si estudias o trabajas. Si naciste en una ciudad o te criaste en un sitio pequeño. Si hablas el mismo idioma del compañero de al lado u os entendéis a base de recorrer fusas y semifusas. Por no importar, hasta es a priori irrelevante el grado de conocimiento que tengas sobre música. Pero, sobre todo, en un coro la cosa no va de ser el mejor, de destacar, de tener un timbre único. Una voz excepcional no hace un coro. Cien voces mediocres, bien dirigidas, suenan como el universo inventando un planeta. No es poesía, es un prodigio. Un coro es el paradigma de la voluntad colectiva. En un coro se trabaja para hacer mejor al resto y construir una única voz que trasciende. Cercenar ahora esas voces es un pecado. Vivimos tiempos difíciles, de zozobra. La sociedad que aspiramos a construir no puede permitirse el lujo de arrojar por la borda los hermosos e impagables valores que han venido representando hasta la fecha el Coro Infantil y el Coro Joven.

La labor de la Fundación Princesa de Asturias ha sido excepcional, desde su creación en el año 1980 hasta la fecha. Se ha cumplido fielmente el mandato de su fundador, Graciano García García. Orgulloso asturiano de Moreda, periodista y poeta. Reforzar la vinculación del Principado con la figura del heredero de la Corona española, exaltar y promover los valores científicos, culturales y humanísticos. Los premios que se enmarcan en el contexto de su existencia se entregan cada año poniendo el nombre de la región en la primera línea de la actualidad internacional. Hecho insólito en una tierra, las últimas décadas, tantas veces próxima a la irrelevancia. El trabajo por parte de la Fundación, insisto, es magnífico. Pero tal vez ahora, habida cuenta de los recientes acontecimientos, sea necesario recordarle a la Fundación que cuando las puertas del teatro Campoamor se cierran, cuando premiados e invitados se vuelven a sus países, a sus casas, cuando se arrían las banderas y se extingue el eco de una flor, los que quedan trasegando con el día a día, haciendo futuro, construyendo sociedad, son esos guajes y esas guajas que se han quedado ahora huérfanos de sostenidos, de claves de fa, de adagios, de camaradería, de un punto de encuentro en el que soñar, aprender, disfrutar, hacerse adultos, buena gente. Los coros. No lo olviden.

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