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Una nueva estrella ilumina nuestro camino

25 de Noviembre del 2010 - Adela Fidalgo Hernández (Caborana, Aller)

A través de este medio vengo manifestando, desde hace años, sentimientos e inquietudes, pero esta carta es la más especial. Está escrita desde el amor y la angustia, es una «hasta el cielo», a una mujer luchadora y humana que vivió por y para sus hijos, que tenía un corazón donde le cabría un mundo y que a pesar de las grandes vicisitudes que la vida le ha deparado, con su gran fuerza y carácter siempre salió airosa de ellas.

En el año 1936, siendo muy joven todavía, sintió por primera vez el silencio dolorido que embarga el alma ante una gran tragedia. Pasó de estar en un cálido hogar a tener por compañera la terrible soledad. Sintió un gran dolor al despedirse de sus tres hermanos menores que ella, que partían a cualquier parte del mundo. Su madre los acompañaba al barco, a ese «crucero» de los «niños de la guerra», con tan sólo el distintivo colgado al cuello con nombre y procedencia: Turón, Asturias. Uno llegó a México, y los dos más pequeños los acogió una misma familia en Francia (a ellos los volvió a ver después de treinta años; soy incapaz de describir ese encuentro), pero su madre no regresó nunca más. Acababa de zarpar el barco cuando la sorprendió un bombardeo allí mismo en Barcelona.

Sola comenzó una nueva vida. Se casó y a los 33 años perdía a su marido, pero ya no estaba sola, le quedaban siete hijos y una pequeña pensión de viudedad. Sacó fuerza de ese carácter, proporcionándonos lo necesario para vivir y darnos una buena formación, en aquellos tiempos difíciles de posguerra.

A los 85 años, cuando ya sus fuerzas para subir escaleras le fallaban, decidió que se iba para una residencia, no viviría con ningún hijo. Exponía razones realistas y convincentes; a su edad esa mentalidad resultaba sorprendente y ya allí me instaba para que yo siguiera su ejemplo («como en un hotel», decía). Y así fue que su decisión era irrevocable, menuda era ella.

Se fue para la residencia Santa Teresa de Oviedo, y vivió unos años felices. Allí terminó su vida a los 91 años, sin saber que el cruel destino se había llevado, no hacía dos meses, a una hija, a un ser muy especial, entrañable y joven todavía. Hoy descansan juntas en el columbario, gracias al gran corazón de Emilio y sus hijos (su generosidad no tiene límites).

También quiero transmitir a todo el personal de dicha residencia nuestra gratitud, porque velaban cada momento, cada visita, para evitarle el mayor de los sufrimientos, no solo la protegieron a ella, con nosotros se volcaron con toda clase de atenciones y el mayor de los respetos, apoyándonos en los últimos momentos para hacernos más fácil el último adiós. Jamás os podremos olvidar, gracias, mil gracias, como ella os diría. Vuestro comportamiento con los residentes y familia os honra, esto no tiene precio.

Y no es mi intención el adularos, escribo lo que siento y he vivido, y es mi obligación moral ser agradecida.

Esta mujer se llamaba María Asunción Hernández Pequeño, pero vosotros la llamabais curiosamente Asun. ¡Cómo le gustaba! Si a cada cosa que le hacíais os daba las gracias, os aseguro que desde el cielo os bendecirá eternamente.

Por último, a vosotras, queridas socias, a las quinientas que presidí durante quince años, os pido, por el cariño que nos une, que esta carta no solo la leáis, como tantas otras, y me llaméis para decírmelo; esta guardarla, porque en ella está un trozo de mi corazón dolorido.

Descansa en paz, madre mía, con esa hija querida, ya habéis pasado el umbral del bienestar en menos de dos meses, juntas, lejos de todo ruido, solo escuchareis oraciones y cánticos celestiales con notas nostálgicas de los seres que os amamos. Bendice cada momento de nuestra vida, pídele a Dios que aprendamos la lección y nosotros honraremos tu memoria con amor, hasta reunirnos de nuevo. Tu hija.

Adelina Fidalgo Hernández,

Caborana

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