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El otoño de la vida

30 de Noviembre del 2010 - Gervasio Tamargo Fernández (Oviedo)

Encontrándome, personalmente, en esta etapa y aprovechando la estación por la que transcurrimos, quisiera exponer, a través del diario que leo, preferentemente, desde mi juventud, hacer un canto a esta estación del año que tanto tememos y hacer una alabanza de la madurez, así como un exhorto para disfrutar de los mejores años de nuestra existencia.

Indudablemente, la juventud es una edad dorada y recordada siempre con nostalgia. Es una breve época inolvidable, romántica, vibrante, emotiva y feliz. Es una dichosa etapa creadora y vigorosa en la cual todo es fresco y novedoso, como una vaporosa nube en el firmamento con destellos de color de rosa. Pero hay que reconocer que esa misma juventud tan alabada, tan cantada y suspirada, es también una época llena de luchas, de preocupaciones, de negros nubarrones, muchas veces de privaciones y nunca exenta de incertidumbres, celos, zozobras, competencias, temores, rivalidades y ansiedades.

Es como una regata en la cual hay que estar compitiendo constantemente para lograr un ansiado trofeo, pero, afortunadamente, llega el gran cambio y tanto en la naturaleza como en los seres humanos, «después de la tempestad viene la calma». Y quizá lo mejor de la juventud, para los que estamos en el otoño de la vida, como es mi caso, es que ya pasó y lo cierto es que sin saber cuándo, ni poder definir con exactitud una edad determinada (para unos antes y para otros después), es en cierto punto impreciso de la vida cuando llega ese lapso en que todo aminora su marcha y se detiene, posándose suavemente, sin prisas, dentro de nosotros mismos, yo diría que es como una hoja que lleva suavemente la corriente.

El cruce se transforma en una corriente de paz que se mueve lentamente, casi sin sentido, hacia esa infinita grandeza, profunda e inconmensurable, que es el final de todos los viajes y adonde van a parar todos los ríos: el mar y esta etapa, adonde quería llegar y estoy, queridos amigos, es la madurez.

La madurez no es exactamente el mediodía de la vida, ni la tarde, ni la noche. Más bien yo diría que es ese impreciso momento que llega sigiloso con las primeras horas del día, abarcando esos instantes brumosos y volátiles que se disuelven poco a poco al ser tocados por los emergentes rayos del sol, la madrugada.

Y, queridos lectores, algo extraordinario nos ocurre: ahora no nos inquietan las modas ni los cambios que experimentan las nuevas generaciones, ni nos mortifican ni afectan las nuevas corrientes o costumbres, pues nosotros no estamos obligados a cambiar ni a iniciar nuevas modalidades.

Nuestra edad es ya suficiente justificación para mantenernos al margen, aunque sin desentendernos de lo básico y lo esencial. Nosotros, mal que bien, por lo menos llegamos a la recta final, y eso es como para celebrarlo.

Al llegar la madurez cesan las dudas y las incertidumbres. Ya no es necesario hacer tareas ni desvelarse estudiando, correr tras el autobús por las mañanas, presentarse a agobiantes exámenes, pasear a la novia o preocuparse por conseguir empleo. Definitivamente, lo que íbamos a ser, ya no somos. Y lo que no íbamos a ser, ya no fuimos, ni lo seremos. No a estas alturas. De eso no hay duda, y entonces, ¿para qué preocuparnos?

Para los que «cruzamos la frontera» y estamos al otro lado, colocados sobre esta amplia, tranquila y bien ventilada terraza, ya no hay carreras, nerviosismos, competencias, prisas, luchas ni duelos a muerte. Nuestro sitio está en el palco, no en el ruedo. O, por lo menos, detrás de la barrera.

La edad de los impulsos arrebatados, pues, ya ha terminado. Atrás quedaron angustias, zozobras, indecisiones y dudas. ¡Y qué bueno! Si ésta es la madurez, pues, bienvenida, madurez. Hoy es aquel futuro del cual estábamos tan temerosos ayer, y ya ven, todo salió bien. Después de todo, ¡aquí estamos!

La conclusión entonces es que, como en la madurez ya no hacemos planes a largo plazo, ni debemos, es necesario que se empiecen a ver ya los resultados de todo aquello para lo que antes trabajamos, planeábamos, ahorramos y nos preparamos a lo largo de la vida.

Ya no hay que seguir posponiendo más las cosas, ni hacer planes inalcanzables «para el futuro», pues para nosotros, óiganlo bien, el futuro ya está aquí, y el tiempo apremia.

De manera que ya no esperen más. Mientras gocen de relativa buena salud y puedan moverse fácilmente todavía; mientras puedan beber de todo y disfrutar de los atractivos de la vida, aprovéchenlos. Abran ya sus botellas de coñac francés y usen sus vajillas de Bavaria y sus cubiertos de plata, pues, ¿para cuándo los están guardando? Podría meterse un ladrón y vaciarles la casa, ¿y de qué les sirvió haber guardado todo por tanto tiempo? Que no tengamos que decir después: «qué temprano se nos hizo tarde».

Tampoco esperen ya ninguna mañana brillante y gloriosa, singular o perfecta. Si iban a comprarse «algún día» una lancha, una moto, una cámara digital, una computadora y pueden hacerlo (y les gusta), ¡pues cómprensela ya! Este es el momento preciso, no pierdan tiempo.

Si estuvieron haciendo planes toda la vida para realizar algún viaje a Europa, a las cataratas del Iguazú, a Hawai, Alaska, a China o a la Patagonia, pues antes de que otra cosa suceda, como una devaluación, una operación repentina o un infarto... ¡Váyanse ya! ¿Qué esperan?

En lo personal, y por lo que a mí respecta, ciertamente descubrir el arribo de la madurez me ha fascinado y me llena de gozo. Estoy gratamente impresionado. ¡Nunca imaginé que fuera así! Con inusitado asombro descubro día a día nuevas sorpresas y satisfacciones que nunca soñé que existieran.

Al sentirnos en paz con los demás y con nosotros mismos, recordamos la sabia reflexión de Amado Nervo, quien lo resumió así: «Vida: nada me debes. Vida: nada te debo. Vida: estamos en paz».

¡Que les vaya bien y que sean felices!

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