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Santiago Martínez Cañedo, un valiente

24 de Noviembre del 2010 - Alberto Vizcaíno

Nunca me gustaron las necrológicas. Ni por el fondo –triste, por definición– ni por la forma, que suele contener más referencias elogiosas al redactor y a sus méritos con relación al fallecido que a este mismo.

Por eso, y porque nunca creí tener el monopolio de la amistad de Santiago Cañedo, no me había planteado hasta ahora hacer públicos mis sentimientos hacia alguien a quien he sentido como un amigo, como un hermano –con el permiso de Fredón y Ramón– a lo largo de los últimos veintisiete años.

De que lo haga ahora, de que me arriesgue a este strip-tease emocional, son responsables los artículos y notas de cuatro periodistas asturianos que también eran sus amigos –Ángel Fidalgo, José Manuel Echéver, Pepe Monteserín y David Orihuela–, y que desde LA NUEVA ESPAÑA han hecho gala de ello y de su sensibilidad, desarbolados esta vez por una noticia.

Hasta aquí lo fácil: la justificación de estas líneas. Lo difícil sería expresar en cuatro palabras lo que era, lo que es, Santi Cañedo, lo que seguirá siendo para todos sus amigos; como me es difícil describir la mezcla de desolación y alivio que nos produjo su muerte, aunque aún la vea encarnada en la cara de Miguel el de «El Cabaño»; de José Ramón, director del Museo Marítimo de Asturias; de los veteranos de la Antártida… y de tantos otros.

Pero, bien mirado…, no es tan difícil. Es más, de cuatro palabras me sobrarían tres. Me quedaría con «valiente»: Santiago era un valiente, un concepto que utilizamos sorprendentemente poco. A la hora de las alabanzas regalamos con profusión inteligencia, laboriosidad, rigor, seriedad, honradez, lealtad… hasta nobleza. Pero qué pocas veces alguien se merece la patente de la valentía, bajo cuyo pabellón navegó Santiago toda su vida.

Antetítulo: In memoriam

Subtítulo: Una vida que va más allá de los méritos de un marino

Has sido un valiente, Santiago, en tu vida y en tu muerte. Y has inoculado ese virus –que cuando se adquiere no se pierde nunca– a tu mujer, Pepa, y a tus hijos, Santiago y José.

No voy a rehacer, hermano, el camino que ya han andado otros estos últimos días, recordando tus logros sindicales, tus méritos como marino, tu trayectoria por la gestión o la logística portuarias, o tu capacidad para entusiasmarte y entusiasmar a otros en iniciativas tan variopintas como la producción de humus o la protección de los cetáceos.

No necesito hacerlo porque he tenido la suerte de habértelo dicho en vida muchas veces; en persona, sin ningún pudor. Eso no te lo debo.

Sólo te debo la vida, te la debo desde Caleta Yankee, y que me hayas enseñado a luchar contra tu enfermedad, contra esa sentencia de muerte, sin desfallecer en ningún momento. Ni cuando te rendiste lo has hecho con resignación sino con determinación, reconociendo la derrota y el cansancio.

Tú a mí me debes los «cacharros» que te preparaba al salir de la guardia del primer oficial en la «Idus», tras disfrutar –o sufrir– todos los ocasos y amaneceres de aquella travesía. Pero me los pagarás cuando volvamos a vernos.

Lo dejo aquí. Hay tantas cosas que aún no entiendo en la muerte de alguien como tú que tengo miedo a que –como siempre que titubeaba– vuelvas a mirarme con esa mirada de abajo arriba (tan rara, casi única, en un mundo en el que para acojonar al otro se le mira de arriba abajo) y me digas, con la voz ronca que te salía de las tripas: «Para, para…, que eso voy a explicártelo yo»…

Y además sé que andarás ocupado arranchándolo todo para este viaje que acabas de empezar. Que en esta travesía buenos vientos te lleven. Que la mar te sea leve, amigo Santi.

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