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El sacramento de la eucaristía

26 de Abril del 2023 - Rafael Fuertes Llanes (Tineo)

Hace medio siglo yo tenía 7 años, por estas fechas me disponía a recibir la primera comunión, y quisiera aportar ciertos recuerdos de aquellos momentos (los de la mayoría de niños de mi generación) para compararlos con los de hoy:

Recibí la primera comunión con 7 años de edad en la iglesia de la Magdalena de Valladolid. Ya era consciente de ello. La catequesis duró un solo curso y fue completísima: aprendí la vida de Jesús, de la Virgen, de la Iglesia, los evangelios, aprendí a rezar... aunque en mi casa ya me habían enseñado desde que comencé a hablar.

Antes de comulgar hice mi primer acto penitencial (confesión). Aprendí que Dios es misericordioso y que su perdón es real cuando nos arrepentimos de nuestros pecados. Me enseñaron lo que era el pecado mortal y, por cierto, ni yo ni mis compañeros tuvimos que ir a un psiquiatra infantil por complejos de culpa ni traumas insuperables.

La eucaristía de mi primera comunión fue solemne, hermosa, alegre sobre todo porque me inculcaron que iba a recibir a Jesucristo. De regalo tuve una preciosa Biblia y un rosario que aún guardo con cariño, algún regalo más y una buena merienda con mis compañeros. Mis padres me inculcaron que el gran regalo era recibir a Jesús. Todo lo demás está de más.

Y tuve claro, muy claro, que desde ese momento iba a ir a misa todos los domingos y días de precepto; y de no hacerlo por pereza u otra causa fuera de enfermedad, cometía un pecado mortal que precisaba confesión para volver a comulgar. Procuro no faltar a la misa ningún día del año.

Finalmente: esa catequesis marcó profundamente mi vida, la llenó de alegría interior e hizo firme para siempre mi fe.

La comparo con la habitual «primera» comunión de hoy:

Se recibe la comunión con 10 u 11 años de edad, sin conciencia alguna de qué y quién es recibido; tras una catequesis de varios años donde se aprende a dibujar, a charlar con el «catequista» y a cantar canciones en misa más propias de un festival infantil que de la Iglesia.

La primera confesión se reduce a nada: una charla con el cura (quien debe ser luz y ejemplo en todos los sentidos para los niños), que percibe que el niño no tiene idea alguna del pecado. El catequista ni menciona el pecado mortal para evitar «traumas» y «depresiones». Más tarde los padres se quejan de que los hijos son egoístas.

La eucaristía de «primera» comunión es teatral, carnavalera y a veces hasta chabacana, sin respeto alguno por lo sagrado, y solo tratando de amenizar al público. Tacones de colores de más de 20 centímetros y fulares de fantasía en las invitadas y corbatas carnavalescas y desabrochadas con zapatos de punta que hacen doler los pies hasta al monaguillo en los invitados. Comulga casi todo el mundo en un ambiente de absoluta indiferencia, pero ni la mitad de los asistentes responde a las plegarias o recuerda el Padre Nuestro.

Sí, hay infinidad de regalos, todos profanos, y brilla por su ausencia algún motivo religioso. Tras la misa hay fiestas que parecen más bodas civiles que algo que sea por alegría cristiana. Comedia, circo... la nada.

El 99% de los niños ya no van a misa el domingo siguiente (sencillamente porque los padres tampoco van); la idea de pecado no existe. Finalmente: esta «catequesis» marca la vida, sí, en el sentido de tener la religión como mero apéndice estético o funcional en la vida.

¿Creen que exagero? No lo sé. Quizás sea yo el equivocado. Lo más probable es que esta carta caiga en saco roto, de no ser así, ruego a quien corresponda tome las medidas más oportunas para corregir este despropósito. Te adulará tu enemigo. Te corregirá quien te ama. Y yo amo a la Iglesia.

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