Disgusto no tan futurista: así me siento
Soy una persona muy, muy sensible. Muy joven todavía (no me dejan votar en las elecciones, ni opositar, ni abrir una cuenta bancaria, ni sacarme el carné de conducir, pero bueno, he podido abortar ya un par de veces). Estudio Secundaria y adoro los tatuajes, y sí me he hecho unos cuantos. Más bien muchos, por todo mi cuerpo. Sí, por todo mi cuerpo. Enterito. En un principio mis padres dudaron en permitírmelo, pero bien pronto comprendieron que no tenían nada que hacer frente a lo que siento por mi cuerpo, algo sagrado que afortunadamente la nueva ley protege y ampara frente a ellos, como menor de edad que soy. ¡Cuidadín con oponerse! ¡Ojito con decirme nada en contra! Pero tengo un problema, y es que ya no me queda un centímetro de piel donde poder seguir tatuándome, y me siento muy, muy mal, por eso. Porque no voy a poder cumplir con mi sueño, con mi máximo deseo: mi cuerpo tatuado por encima de todo (nunca mejor dicho), moderno, actual, profusamente valorado en las redes sociales. Ya que mi arte dérmico ha quedado obsoleto y últimamente vengo recibiendo muy pocos likes, claro, porque hay otres, muches, mejor valorizades. Y me siento muy, muy, muy mal. Por eso quisiera que la sanidad pública me sufragase los gastos de un trasplante íntegro de piel. Tal como ya puede hacerse en otras situaciones de disgusto y sentires no reconocidos. Así debería ser, porque considero que es mi derecho, de obligado respeto hacia mi sagrado sentir, para poder encontrarme plenamente realizade y poder volver a tatuarme de nuevo, completamente. Y así proseguir (y proseguir en el futuro, las veces que se hagan inevitables nuevas intervenciones) con mi arte de necesaria, lógica, legítima, divina e incondicional veneración universal.
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