Un apunte a la visita del Papa Benedicto XVI
La forma más sencilla para tener una ligera idea acerca de cómo es, ahora mismo, esta España nuestra –qué pensamos, cómo vivimos, en qué creemos, para qué nos unimos y manifestamos en público tantos españoles de hoy– consiste, llana y simplemente, en prestar un poco de atención a cómo nos hemos comportado, unos y otros, ante la última visita a España del Papa, Benedicto XVI, especialmente en las horas que el Sumo Pontífice ha permanecido en esa bella ciudad española que es Barcelona.
Muy cerca de Barcelona –concretamente en Tarragona– fue donde se predicó y escuchó el Evangelio por primera vez en España, cuando llegó hasta aquí Pablo de Tarso, después de que anduvieran por estas tierras –entre otros– griegos, semitas y romanos. Parece ser que los primeros predicadores del cristianismo en España fueron los apóstoles San Pablo y Santiago el Mayor, según una antigua tradición en la que confluyen el culto a la Virgen del Pilar, de Zaragoza, y la veneración hacia el sepulcro de Santiago, en Compostela.
Subtítulo:Sobre el anticlericalismo y secularismo denunciado por el Sumo Pontífice
Destacado:Ante la actitud agresiva contra la Iglesia católica Benedicto XVI contrapone las grandes figuras del catolicismo español, como San Ignacio de Loyola, Santa Teresa y San Juan de Ávila, entre otros
Pero a lo que íbamos. Nos contaba este mismo diario cómo se iniciaba en Barcelona la jornada del domingo, 7 de noviembre, con una madrugadora «besada popular de gays y lesbianas», anunciada para las 9 de la mañana de ese mismo domingo en la plaza de la Catedral, coincidiendo con el paso del Pontífice en dirección al templo de la Sagrada Familia. He aquí un buen comienzo del día, con esta «besada» colectiva de gays y lesbianas.
Algo mas tarde, a las 11 de esa misma mañana, se manifestaban unas cuantas mujeres –mas o menos jóvenes, que habría de todo– desfilando a la sombra de grandes pancartas, alguna luciendo el lema «¡Fuera los rosarios de nuestros ovarios!», y otras más pronunciándose contra el supuesto «machismo» que imperaba en la Iglesia católica. También deambularon por Barcelona otros grupos variopintos, como el encabezado por la mezzosoprano transexual «Manuela Trasobares», o el desfile de anarquistas catalanes portando un cartel con la imagen del Papa, con el pelo de éste revuelto y un ojo amoratado –tal como si acabara de salir de una trifulca a la puerta de un burdel– y el letrero «Ni Dios, ni Estado, ni Papa», que todo eso sobra. Y así estamos en esta España nuestra de ahora mismo, entre el batiburrillo de los políticos que nos gobiernan, y las colonias de anarquistas, feministas, gays y lesbianas que circulan por ahí.
La conocida periodista de la COPE y de «Intereconomía», Paloma Gómez Borrero, le preguntó a Benedicto XVI qué pensaba éste acerca de «la secularización y disminución de la práctica religiosa» que se estaba registrando actualmente en España, y fue aquí donde Benedicto XVI no se anduvo con rodeos, al referirse entonces a lo que él entendía como «un anticlericalismo, un secularismo fuerte y agresivo como el de los años 30» –se refería, claro está, a los años 30 del siglo XX–, añadiendo que «la persecución religiosa en España, especialmente durante el verano de 1936, fue una de las más crueles de su tiempo, sólo comparable a las más o menos coetáneas de México o Rusia». Y ante tal actitud agresiva contra la Iglesia católica contrapone Benedicto XVI las grandes figuras del catolicismo español, como son los ejemplos de San Ignacio de Loyola, Santa Teresa y San Juan de Ávila, entre otros.
Y cabe plantearse este interrogante: ¿Se equivoca Benedicto XVI cuando se refiere al anticlericalismo y el secularismo que existe actualmente en España, y al compararlo con el que se registró en los años 30 del siglo pasado? Veamos una pequeña muestra: la Constitución de la II República, la de abril de 1931, en su primer bienio –gobernando los republicanos de izquierdas y los socialistas, con Azaña al frente del Gobierno–, fue decididamente anticatólica, al ordenar la disolución de los jesuitas, prohibir la enseñanza que prestaban las órdenes religiosas y pasando página sobre los numerosos incendios y saqueos de templos y centros de enseñanza que se habían registrado con total impunidad.
No olvidemos que, en España, la II República –cuya intención, en principio, no era mala: se trataba de modernizar España, organizando el Estado con arreglo a principios modernos, por supuesto laicos y democráticos– se inició, en la primavera de 1931, con la izquierda atacando sin tregua a la Iglesia, a la que se consideraba –junto con el Ejército– como sus mayores enemigos. Y para empezar la tarea y acabar con semejantes opositores se declaró a la República decididamente aconfesional, acordándose la disolución de las órdenes religiosas, aprobándose el matrimonio civil y el divorcio, estableciendo abiertamente el laicismo en la educación y multiplicando las escuelas laicas, a la vez que se favorecía –o, por lo menos, se consentía– el asalto y el incendio de iglesias y conventos. Y fue así, como natural reacción a semejantes desmanes, desórdenes y violencia como llegamos al año 1936 y a la Guerra Civil, que tan malos recuerdos nos trae a quienes, de una forma u otra, hemos padecido sus consecuencias.
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