Sobre la mesa redonda de acoso escolar en LibrOviedo
El sábado día 6 de mayo tuvo lugar en la Feria LibrOviedo una mesa redonda que, bajo el título “Hablemos del bullying”, intentaba sentar las bases para establecer un debate sobre el problema del acoso escolar, tan de actualidad por los tristes motivos que todos conocemos. No obstante, dado que el público asistente no tuvo la opción de participar debido a las restricciones de tiempo, me gustaría plantear una reflexión que creo que puede resultar de interés para avanzar en este debate.
En dicha mesa se mencionaron aspectos como la falta de recursos, la dificultad en la detección de los casos de acoso por parte de los centros escolares, las medidas de prevención de las escuelas o la labor de la Consejería, a la que se llegó a denominar la UCI en los casos de acoso escolar. Del mismo modo, se habló también del papel de los espectadores, de las familias, de la prevención, de las técnicas de resolución de conflictos, de los protocolos, de la diversidad, de la aceptación, de la inclusión, de la integración y de todos los -ión que configuran ese discurso pedagógico en demasiadas ocasiones vacío e inconcreto proveniente de las universidades norteamericanas, sumidas en una crisis de credibilidad sin precedentes debido a su infantilización y a la priorización de la ideología sobre el conocimiento. Incluso mencionaba una de las participantes cómo en su centro se había puesto en marcha un equipo de mediadores escolares entre los propios alumnos que, identificados con chalecos, patrullaban por los patios y podían ser requeridos para solventar las conductas de acoso.
No niego que varios de los fenómenos de este listado puedan tener cierto interés desde el punto de vista del análisis y de la investigación del fenómeno y que algunos, incluso, puedan ser transformados en prácticas educativas concretas, pero cuando uno trabaja con las verdaderas víctimas y conoce la forma de operar de los acosadores y de algunos centros escolares, se da cuenta de que estos no son si no aspectos tangenciales. Dicho de otro modo, no van a resolver nunca el fondo de los problemas de acoso por lo que quizá ponerlos en el foco central tiene más que ver con lavar la imagen, o la conciencia, de las instituciones políticas y educativas que con solucionar el problema.
Desgraciadamente, la solución real de los problemas de acoso pasa por asumir algunos postulados que hoy en día pocos parecen estar dispuestos a aceptar, pero que cualquier protagonista involuntario de esta realidad conoce, como bien pudo apreciarse por los múltiples gestos de desaprobación que los asistentes mostraron ante algunos de los clichés que estaban comentando los participantes en el debate.
Los recursos son ya una excusa demasiado socorrida para desviar la atención de muchos problemas cuya solución no precisa de más medios sino de una mejor gestión de los existentes y de una mayor responsabilidad de los profesionales. Tampoco el problema de la detección parece tan acuciante si se tiene en cuenta que, como ha ocurrido en el último caso, un problema de este tipo suele ser notificado de forma recurrente al centro por la familia de la víctima, que se ve indefensa cuando el centro pretende ganar tiempo o minimizar el problema tratando de proteger su imagen institucional. Y resulta más benevolente no mencionar algunas instituciones políticas más pendientes de maquillar sus estadísticas que de resolver situaciones conflictivas, como prueba algún caso en el que se ha etiquetado burocráticamente el traslado de la víctima como producido por desavenencias entre alumnos, para no denominarlo como acoso. Volviendo a las soluciones propuestas, ¿en serio alguien que haya tratado con adolescentes se cree que unos chavales vestidos con chaleco y nombrados mediadores por la propia institución imponen algún tipo de autoridad moral a sus compañeros? ¿De verdad nadie en esa institución es consciente de que si un alumno recurre a una solución así verá laminada su imagen social de por vida incrementando las provocaciones? Creo sinceramente que es el momento de dejar de creer en las estrategias infantiles que la propia sociedad se ha impuesto para no aceptar que el mundo no es el lugar seguro y multicolor que a algunos les gustaría que fuera, pues por este camino no es descabellado pensar que algún gestor iluminado seguirá la senda de quienes en otros países propusieron ya talleres de abrazos para acabar con el bullying.
La verdad es que, cuando ya se ha enquistado, un caso de acoso solamente puede resolverse desde los centros escolares utilizando dos estrategias en desuso. La primera, imponiendo autoridad, una autoridad perdida por los centros escolares debido a los complejos socio-históricos del país y a la propia frivolidad de los políticos y ciudadanos que por deseabilidad social sufren un tembleque de piernas ante la posibilidad de recibir el calificativo de “fachas” por exigir el cumplimiento de las normas, con su sistema de amonestaciones y castigos. Algo que, por cierto, ha llevado a que se equipare de forma miserable la figura del acosador con la de la víctima, activando el repugnante fenómeno psicológico de culpabilización de la víctima que empuja a esta a cambiar de centro perpetuando el ciclo de acoso. La segunda, exigiendo a los profesionales que se impliquen y se hagan responsables de su obligación de garantizar la protección y el cuidado de los alumnos bajo su mando. Y quien no esté dispuesto a hacerlo (algún profesor de Secundaria me ha dicho a mí personalmente que su responsabilidad es enseñar su materia y no educar) quizá debería dedicarse a otra cosa o ser apartado por no cumplir con su labor.
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