Comentarios a La Política de Aristóteles
Aunque en la larga vida que Dios me concedió me he dedicado a diversas actividades, reconozco que la principal y más satisfactoria para mí ha sido la docente, en la que calculo pude llegar a atender entre doce y trece mil alumnos en cuarenta y siete años, siempre complacido. Una vez jubilado a los setenta tuve, por gentileza de LA NUEVA ESPAÑA, la grata oportunidad de poder completar el proceso: educación, información, reflexión y orientación, que como muy bien escuché en la Universidad de Playa Ancha, en Valparaíso (Chile), es la quintaesencia de la actividad de los profesores, antes que la de oradores y jueces, que tampoco se puede eludir.
El filósofo advierte que las demagogias se detectan por la profusión de decretos que exigen para su funcionamiento
De los muchos libros que he tenido el gusto de leer y consultar, me atrevería a recomendar especialmente “La Política” de Aristóteles (384-322 a. de C.), como fuente generosa de sensatez y acierto imperecedero; de forma que más de veintitrés siglos después se mantiene válido. La doctrina del filósofo estagirita postula que la política debe ser complemento de la ética social, y que esa asociación ha de fundarse en la justicia y el bien; ser admitida por el reconocimiento común, y que en aquellos tiempos en los que estaba formalmente admitida la esclavitud ya se dictaminaba que era la base del despotismo. Postulaba también el sabio griego que la propiedad es un derecho de los ciudadanos; que la educación es primer derecho y obligación de la familia que ha de evitar a los niños las influencias nefastas de palabras soeces y de espectáculos indecorosos que les den mal ejemplo. Siguiendo atinados consejos orientales, estima el gran maestro que el Gobierno debe inspirarse en el modelo que rige las relaciones familiares, basadas en el buen ejemplo y la virtud. Ya distingue entre la democracia, que exige consideración y respeto a las opiniones de los demás, y la demagogia, que se califica de corrupción egoísta y desenfrenada. También señala las diferencias básicas entre las dos formas más significativas del Estado: la Monarquía, centrada en el ejemplo de la institución familiar, que trata de ser asistida por una nobleza virtuosa; y que cuando degenera lo hace en lo que se conoce como tiranía. Por otra parte, la República busca la ecuanimidad de sus decisiones en la pluralidad de criterios de los ciudadanos, con el propósito de que tiendan a compensarse; y que cuando degenera lo hace en los despotismos de la demagogia.
Como el buen lector podrá suponer, una y otra solución política tiene pros y contras. En España, el Estado monárquico está históricamente mucho más generalizado, y ha tenido ejemplos brillantes, como el de Carlos III, y nefastos, como el de Fernando VII. Las experiencias republicanas han sido mucho menos frecuentes y más homogéneamente equivocadas: la de la Primera República, muy desafortunada, con cuatro gobiernos y numerosos desórdenes en el primer año, y la de la Segunda aún peor, terminando con una dolorosa guerra civil. Una vez más exhorto a mis amables lectores a formar su propio criterio, tras plurales lecturas de la Historia.
Tengo que confesar, con la necesaria modestia, que me sorprendió conocer que entre las brillantes enseñanzas de Aristóteles ya se recoja en su “Política” la teoría de los tres poderes: deliberante o legislativo, ejecutivo o resolutivo, y judicial; y añade la sabia reflexión de que el Gobierno debe conseguir la adecuada independencia entre ellos, sin menoscabo de la prudente coordinación. Llama muy poderosamente la atención de todas estas orientaciones aristotélicas el que mantengan una sólida vigencia después de veintitrés siglos; así como el de otras, que razonablemente matizadas, son también válidas. Los sensatos reparos que algunas mujeres sustitutivas del actual “cabeza presentan al de familia”, formato que puede patriarcal, desarrollar se moderan y perfectamente esfuman, con cualquier la figura sustitutiva del “cabeza de familia”, que puede desarrollar perfectamente cualquier nieta o abuelita, sin otro equipamiento que la probada cordura que les sobra. Es imposible rebatir al filósofo su atinada opinión de que los cargos de la función pública se deben confiar a personas honestas y preparadas para desempeñarlos, y que se deben ejercer buscando el interés general y respetando los bienes y derechos registrados en la Constitución. Advierte que las demagogias se detectan por la profusión de decretos que exigen para su funcionamiento. Precisa que la verdadera democracia existe “cuando todos deliberan acerca de todo”. Señala la sospecha de demagogia cuando no se limita la extensión temporal de los poderes públicos, que tienden a dilatarse en amplias y reiteradas legislaturas, como se está generalizando. Tampoco se olvida del cumplimiento riguroso de las leyes, pues será inútil administrar Justicia si no se respetan las sentencias. Añade que los gobiernos deben cuidarse especialmente de la correcta y transparente administración de los bienes públicos, para evitar justificadas insurrecciones. Pontifica que la mejor garantía de buen Gobierno es el estricto cumplimiento de las leyes, pues de no actuar así se empieza por una ligera infracción de la Constitución; luego otros cambios más relevantes hasta modificar la Constitución entera. Hace dos mil trescientos años, había también políticos buenos y malos, pero en los parlamentos no se camuflaban tanto las deficiencias con tal profusión de aspavientos, besos, abrazos, excesos de palmas, y tal vez por ello el académico griego no lo reseña. Con todo, yo a veces me pregunto si no habré visto a Aristóteles por los pasillos de las Cortes para conseguir acertar tanto con la realidad actual.
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