Xana y la ninfa
Era la tercera vez que me disponía a disfrutar de la ruta asturiana, "El desfiladero de las Xanas". Suelo madrugar para este tipo de excursiones para evitar el calor, una vez que el verano se ha adelantado por culpa del cambio climático.
La ruta transcurre por un desfiladero cuyo paisaje es único y espectacular (8 kilómetros, i/v) y, dependiendo de las paradas, se puede hacer en 3 o 4 horas. Transcurre en su primera fase por unas laderas con vertiginosos acantilados y atravesando varios cortados de túneles cincelados en caliza, para a continuación adentrarse sorpresivamente en una espesura de avellanos, robles, castaños, fresnos y helechos con el ruido de fondo del río Trubia, que te llevan hasta la "ermita de San Antonio", en Pedroveya.
La mitología asturiana nos recuerda que la "Ninfa de las aguas" es la guardiana de fuentes, ríos y lagos y es la que nos acompaña, sin ser vista, a lo largo de la ruta (es la Xana en Asturias, Anjana en Cantabria y Moura en León). Debo reconocer que, en mi foro interno, no había descartado mi encuentro con la Xana en mis anteriores incursiones por este mágico desfiladero. En mi mente siempre he llevado la imagen de esta bella joven de rubios cabellos, cantando dulces y envolventes melodías. No, no he descartado su aparición.
Había dejado el coche en el parking destino a excursionistas y senderistas y avanzado unos metros por la carretera en busca del inicio del sendero, cuando una sombra apareció a mi lado y la figura de un perro buscaba mi complicidad para jugar con él. Hermoso, cariñoso, embaucador, insistía en acompañarme. Una vez aceptado, por mi parte, su oferta se dirigió rápidamente al desvío que marcaba el inicio del desfiladero y me esperó a que yo llegara. Iniciamos la subida, siempre él por delante y sin perderme de vista. Al poco tiempo descubrí que no era él sino ella. Cuando los tramos del sendero se hacían algo más complicados, ella me esperaba o pasaba atrás, hasta que yo superara la dificultad encontrada y entonces volvía adelantarse para guiarme. Solo en un momento del camino se desvió para beber agua del río sin perderme de vista.
Hablamos de todo (porque estoy seguro de que me entendía), del paisaje, de sus dificultades, de la variabilidad del mismo y de nuestra soledad. Ella asentía. Intenté hablar de política, pero noté que aceleraba el paso, en una clara demostración de que aquella parte de la conversación no le interesaba lo más mínimo.
De pronto me asaltó la duda, ¿y si esto no fuera verdad? ¿Y si se tratara de mi anhelada Xana que había decidido hacer su aparición en forma de animal? ¿Cómo descubrirlo? En un descanso, decidí que la mejor forma de saberlo era haciéndome un selfi con ella (odio los selfis). Si ella no era real, no aparecería en la foto. Pues... apareció y desde ese momento acordamos ella y yo que la llamaría Xana. No puso ningún reparo. Llegamos al final del camino y descansamos junto a la ermita de San Antonio. Ella se recostó a mi lado y compartimos los escasos alimentos que yo llevaba, ya que había quedado con mi mujer en que volvería a la hora de comer.
El camino de vuelta se me hizo más ameno, si cabe, en la medida en que la confianza mutua nos permitía jugar de manera abierta y, por supuesto, por mi parte, había decidido enfocar mi relación con Xana de manera permanente, es decir subirla en el coche y llevarla a casa. Pero, ¿quién era yo para privarle a su dueño de tan hermoso animal? ¿Quién era yo para privar a otros senderistas de tan magnífica compañía? ¿Estaba dispuesto a romper con mi promesa de no volver a tener otro animal de compañía tras la muerte de "Neska", hace ahora 18 años? En todas estas cuestiones estaba yo en mi camino de vuelta sin compartirlas con Xana. Llegamos al parking después de cinco horas de una de mis excursiones más gratificantes y, mientras yo colocaba mi mochila y mi bastón en el coche, al darme la vuelta para comentar con Xana las alternativas que teníamos, ella había desaparecido. Me dispuse a buscarla, pero ni rastro de ella. Desapareció como vino.
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