Que haya paz
Hemos tardado mucho, por lo que sea, en organizarnos a través de un sistema justo de garantías avanzadas, donde ya quedara muy lejos el servilismo de ir a pedir trabajo de menestral o bracero con la gorra en la mano o no murieran 16 mineros, reventados en un pozo asturiano por una explosión de grisú, como en “Germinal”. España es de jaranas, ruidos, petardeo y bodas de Tamara, chiringuitos y tablaos goyescos, tras correr delante de toros de más de media tonelada. El concepto de ciudadano o civismo nos resulta muy francés y fino, la derecha invoca privatizaciones y clases medias, como ideal tecnocrático desarrollista de López Rodó. La izquierda es cultureta y social, de eterna movilización de activismo inconformista a lo Pepito Grillo, con un retrovisor de milicianos hirsutos de foto de Robert Capa. España es Celtiberia Show, Javier Sardá, el humorista Eugenio y el dúo Sacapuntas. Últimamente, José Mota y las charlotadas de debates confusos, satanizaciones de Puigdemont y, de nuevo, bloques que teatralizan el odiarse eternamente (nacionalistas españoles centralistas frente a nacionalistas separatistas, izquierdas progre-libertarias-socialdemócratas y ecofeministas versus derechas de gente de bien, que ya no se mezcla con los pobres ni en la sala de espera del centro de salud del barrio. Vox es nacionalpopulismo y neoliberalismo. Somos tribales. España es mariana y de estampita, marcada por un catolicismo milenario, con una práctica externa de menos del 20% de la población, con un abandono religioso tradicional entre los jóvenes yóguicos y de gimnasio, de Uni, módulo o yate recreativo. España es un país de majos y leguleyos, cotilleo, gente habladora y mayor en la panadería o el quiosco, con su mala leche y jocosidad, sus achaques. Españistán de desigualdades, algo atenuadas, gracias a que estamos en Europa y no en Tegucigalpa.
Las políticas hoy son de identidades en constante reconfiguración y reactualización, nada es para siempre. El ciudadano nacido en España será habitante de una gran conurbación sureña europea, crecida a la sombra mimética de tendencias de megalópolis cosmopolitas como Nueva York, París, Londres, Berlín, México D.F., Buenos Aires. Los pueblos también existen y el neorruralismo mola. España, con una cohesión territorial difícil, tiene que unir a las gentes, armonía de raíces y libertad.
Vivimos en sociedades abiertas de seres nómadas digitales, seres dislocados de barrios-dormitorio, supervivientes y producto de miles de influencias a la ecléctica carta. El ser español es una variable mutante con identidades múltiples, regionales y de roles, de reggaetón total y europeísmo de bote, pantallas virtuales, en un mundo de no-lugares, refeudalizado por identidades globcales, mestizas. Un mundo de ombligo con pirsin y carpa, fiestódromo y boombastic, un planeta juvenil de ahíto eclecticismo ácrata, buscador de sensaciones, con su cultura de cosplay, manga, videojuegos, juegos de rol con algo de contenido histórico-épico y de dragones y mazmorras. Siempre nos quedará el recuerdo del primer beso, el descubrimiento de Jung, la admiración por unos maravillosos padres; la tortilla de patatas y algunos lugares y tiempos sagrados en la memoria, inventados o no, llamados Milagro.
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