El gato que no quería ser perro
Que no, que no quiero, no insistas, ya está bien, no quiero ser perro.
Además, tú te das cuenta, lo distintos que son los perros entre ellos, unos pequeños como los salchichas, otros grandes como el gran danés, unos más listos como el pastor alemán y otros tontos como los galgos, que no, que no quiero ser perro.
Nosotros, los gatos, somos todos iguales, con muy poca diferencia unos de otros, unos más estilizados, otros con un poco más de pelo, pero muy parecidos unos a otros.
Lo que más me incomoda de los perros es esa manía que tienen en cuanto salen de casa ponerse a mear en todos los árboles que encuentran. “Que no mees más”, les digo. “Que ya no echas ni gota, que los árboles los riega el Ayuntamiento, no seas cansino”. Piensas que me hacen caso, nada, ellos a levantar la pata y a lo suyo, “que vas a coger una cistitis y vas a tener que ir al veterinario”. Nada, imposible, no hay nada que hacer, quieren acabar con la sequía.
Nosotros, los gatos, meamos de otra manera, somos más discretos, tenemos un sitio donde lo hacemos sin levantar la pata.
Y no me digáis cuando se encuentran con alguno de sus compañeros, venga a olerlos donde no deben, pero, bueno, “tú no ves a tus dueños darse la mano cuando se encuentran con alguien, pues haz lo mismo, a dónde vas con esas confianzas”. Los gatos como yo nos acercamos y nos damos con el hocico y después si no hay rechazo nos acariciamos el lomo, pero no hacemos esas cosas de depravados.
En una de mis siete vidas en Egipto estábamos muy bien considerados los gatos, los faraones nos apreciaban y teníamos el mejor sitio en la corte y hasta Cleopatra tenía uno. Nos hacían estatuas, pero lo malo era cuando moría el faraón pues te enterraban vivo con él en la pirámide, y allí te morías de hambre ya que ni siquiera podías comer al faraón pues estaba embalsamado.
En otra de mis siete vidas, en casa de este tonto que escribe, siempre me daba las cabezas del chicharro que se comía de pequeño y después dormíamos la siesta juntos. También me daba en una lata de sardinas la espuma de la leche cuando “mecía” la vaca, eso sí, yo a las siete de la mañana lo despertaba todos los días.
Y qué me decís de las voces de los perros. Siempre con el “guao, guao”, no saben decir otra cosa.
Nosotros, los gatos decimos “miao”, pero en el “miao” expresamos muchas emociones. No es lo mismo un “m i a o” de admiración ante una linda gatita, que esos “salidos” de los perros con su “guao” de aproximación, además nosotros después del “m i a o” viene el “marramamiao”.
Y también cuando hablas de una gata la supones con mucha astucia, pero, cuando hablas de una perra, que supones cuando le llamas perra a alguien, no lo quiero explicar.
Además los gatos nos subimos a los tejados, y un perro no puede y de ahí viene la canción: “Estaba el señor Don Gato / Sentadito en su tejado / Marramiau, miau, miau, / Sentadito en su tejado”.
Vosotros visteis algún perro subido a un tejado, yo no, son unos torpes.
Por lo tanto, yo, que soy un gato blanco, meloso como el arroz, con ojos negros y labios dulces y tiernos no quiero ser perro. No insistáis, no, no. No es no.
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