Entre ancianos
Mientras escribía esta carta tenía la sensación de que estaba haciendo un autorretrato. Pero no es de mí de quien quiero hablar, sino de una mayoría de mis compañeros y compañeras. Y mientras estoy aquí sentado escribiendo, pienso en esa mayoría que comparte conmigo algo más que horas de silencio. Nuestro mundo es un mundo un tanto disminuido, pero nunca superficial. Hay silencio, pero nunca lamentos ni melancolía.
Pasan la mañana con el periódico en la mano. Y todos, creyentes o no creyentes, se sienten preocupados por la incoherencia que vive nuestro mundo. Y me llama poderosamente la atención lo mucho que estoy recibiendo de ellos, pues me dan las lecciones más fiables. Compartimos fraternalmente la confianza.
No se sienten en estado de pecado. Pues para ellos el pecado ya desde el comienzo consistió en unas relaciones rotas con Dios, con uno mismo, con los otros y con la naturaleza, y que, rotas esas relaciones, debido a la desconfianza y al miedo, nos impiden ahora vivir dentro de nosotros mismos y entre nosotros de un modo íntegro y armonioso.
Es un gozo escuchar a estos ancianos. Ya que, según ellos, este desgarramiento lo sufre cada uno de nosotros y toda nuestra sociedad. No es a ellos por lo tanto a quienes hemos de inculpar, recriminar o acusar.
Deberíamos escuchar más a menudo a estas personas que vivieron y experimentaron ese mundo de desconfianza, violencia y miedo. Fueron parte de ese mundo de personas tan falto de confianza, sanación y comprensión. Y, sin embargo, esto era y es lo que Dios quería y quiere para creyentes y no creyentes. Por otra parte, bien conscientes somos de que esto no nos lo arreglarán nuestros políticos.
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