Infierno natural
Era o fue un paraíso. En la temporada estival las familias con raíces en la “tierrina” regresaban a Asturias, a sus orígenes. Mayoritariamente desde Madrid, donde llevaban instaladas varias generaciones. Otras, incluso, desde América, donde tantos y tan intensos lazos unían el continente transoceánico con el Principado. Veraneos largos y tranquilos reencontrando parientes, rememorando lugares. Volver; ver de nuevo aquellos prados en los que año tras año, desde crío, cogías del árbol la manzana autóctona que tan rica sabía. Saborear aquel arroz con leche que te hacían en la aldea y que nunca jamás volverás a probar ya. Visitar la escuela que había donado el abuelo indiano, imaginando su niñez en un paraje absolutamente virgen, silencioso, en absoluta paz. Subir a Covadonga y arrodillarte ante la Virgen, que parecía mirarte diciendo: “Ya estás aquí otra vez”. Algún domingo a los Lagos para admirar su quietud, su incomparable y eterna serenidad. Sentarte en una terraza donde inevitablemente los lugareños te reconocían y recordaban anécdotas familiares, del pueblo, de tus raíces. Y de vez en cuando encontrabas algún turista que prefería los paisajes idílicos norteños a las abarrotadas playas del Mediterráneo, donde se había puesto de moda el veraneo de crema bronceadora y paella de chiringuito. A Asturias, además de los oriundos, venían los que buscaban tranquilidad; los que se sentaban en el banco del porche de una casa, saludaban educadamente a los lugareños y les decían: “¿No les estaremos molestando, verdad?”. Turistas de calidad, a los que no se les ocurría romper el silencio mágico que envolvía la neblina asturiana. Que por encima de todo respetaban a la gente, a la naturaleza, al paraíso asturiano.
Pero llegaron. Ingentes cantidades de bárbaros que destrozan todo a su paso. Que obligan a los aldeanos a cerrar las puertas y ventanas de sus casas, que antes solo se cerraban si arreciaba el frío en invierno. Que aparcan sus coches en los prados otrora inmaculados. Que se sientan en las terrazas gritando a los camareros que tienen prisa y protestando por todo. Que siembran de ruido y basura uno de los rincones más bellos de Europa. Que alteran la paz de gente que lleva siglos sin prisas, sin estruendos, sin discusiones por querer ser los primeros en todo, sin ansias, en suma, por vivir al ritmo que llevan en sus ya inhabitables ciudades, donde el minuto es oro.
Festivales masivos que riegan de residuos de borracheras desenfrenadas toda la faz del Principado. Piraguas, Aquasella, Xiringüelu, el Carmín, etc., etc. Las hordas, verano tras verano, en un interminable efecto llamada de un “boca a boca” desenfrenado arrasan esta tierra. “No, a Levante ya no vamos... ahora vamos a Asturias”, propagan en sus ciudades. En las aldeas las casas lucen su placa con las llaves de apartamento rural. Las antes vacías carreteras soportan interminables atascos y las que eran desiertas playas enarbolan congestionadas su bandera azul entre desperdicios.
Era inevitable el desarrollo de una Asturias rural a lomos del caballo turístico. Pero quizás el jamelgo utilizado no ha sido el más adecuado. El enfoque a un turismo masivo, con una total restricción estacional, atrayendo a un visitante “barato” puede conseguir un colapso irreversible. Convertir a la Suiza española, por cierto país aquel con un turismo de calidad bien ordenado, en el vertedero nacional puede costar caro a Asturias. El negocio turístico es importantísimo para el Principado; otra cosa es matar la gallina.
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