Ancianos y jóvenes
Como compañeros de residencia aún hace poco parecíamos ser tan incompatibles como los más cerrados sportinguistas de siempre y los oviedistas con su enfado tras un partido perdido ante sus rivales. Hasta hace poco nuestras conversaciones eran un tanto frías y pobres. Pero por fin fuimos descubriendo nuestras afinidades. Y la verdad es que ahora hay entre nosotros una relación mucho más amistosa y auténtica. Y curiosamente veo que son los jóvenes quienes nos pueden salvar. Me explicaré.
Hace ya días un compañero nos contó la historia de su hermosa vecina que llevaba meses tras meses confesando con el viejo cura del pueblo que había amado a su vecino casado. “¿Otra vez me vienes a con lo mismo?”, le dijo el cura. “Señor cura, es que lo sigo queriendo”, le respondió. Y el cura pareció no tener una respuesta.
La verdad es que al oírlo nuestras primeras reacciones fueron de extrañeza y enfado. Aunque, más tarde, esta vieja y pequeña historia que nos contó el amigo nos sirvió durante días para largos comentarios. Sobre todo a la hora de pensar también en los que son carne de nuestra carne.
Con el diálogo iniciado entonces logramos cierto amor grupal. Y una de nuestras primeras reacciones, como dije, fue el pensar en nuestros jóvenes. Sabemos que es un tema controvertido: todos conocemos nuestras propias historias y otras ajenas. Ahora bien, en el grupo hay personas a las que les duele que en la Iglesia haya quienes parecen seguir favoreciendo la neurotización exigiendo demasiado, y quienes callando no liberan a nadie del miedo ni ayudan a nuestros jóvenes a resolver sus problemas. Pero a pesar de todo, veo que en el grupo se confía en que los jóvenes que no disocien los pensamientos y los sentimientos, y que puedan vivir con confianza y sin miedos. Es locura demonizarlos, por una parte; y por otra, dejarlos con sus miedos y angustias.
Es así como pensamos. Pues vivir es una forma de recordar. Y son ellos los que al fin nos salvarán.
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