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El silencio de los teólogos

11 de Diciembre del 2010 - Ramón Alonso Nieda (Arriondas)

El silencio de Dios ya desde antiguo viene dando bastante que hablar, en la Biblia, en la literatura mística, en los tratados escolares y, si me apuran, hasta en las barras de los bares (si hubiera día sin fútbol, que no lo hay). En cambio, con el silencio de los teólogos tengo la impresión de ser pionero.

Llama, en efecto, la atención que lo que se podría llamar divulgación teológica esté en manos de un elenco casi siempre excepcionalmente brillante, pero no precisamente de profesionales. Me vienen a vuela pluma los nombres de Saramago que en paz descanse, de Carmen G. Ojea, Pepiño Blanco (sección exégesis), la infanta María Teresa (Fernández de la Vega), Menéndez Salmón últimamente o el alcalde de Salas (aunque éste trabaja más la filosofía de las religiones, cfr. LA NUEVA ESPAÑA, 07-12-2010). Toda esta gente desarrolla con loable empeño una labor eminentemente constructiva, si se entiende que para edificar con fundamento hay que empezar por no dejar piedra sobre piedra.

Mientras tanto, los teólogos con acreditación o denominación de origen, sin decir oste ni moste, dejando que otros les saquen las castañas del fuego. Porque tampoco se puede llamar propiamente teológica, por meritoria que pudiera ser, la tarea que ejercen media docena de curas (cantando en coro y a capela o por turnos y en solitario) de poner en su sitio a los obispos, empezando por el de Roma que, a juzgar por los del coro, es uno de los más propensos a salirse del suyo. Destacan en este apartado nombres como Torga y Llamedo (que es un solo nombre) o Hans King (que, que se sepa, sólo tiene un apellido, pero que suena también bastante). Curas hay también que, con más modulados trinos, desgranan el dolorido sentir de lo que pudiéramos llamar, ¿cómo lo llamaríamos?, ¿insuficiencia mitral? La pena penita pena de que no los hayan hecho obispos a ellos, que tan bien lo hubieran hecho.

Entre tanto, el pueblo de Dios, o sea, lo que queda de cristianos por aquí, sobrevive en un clima espiritual casi tan propicio como el de los cristianos en Bagdad, donde los fríen de cincuenta en cincuenta, aprovechando la costumbre inveterada de los cristianos de ir a misa los domingos (con lo que lo tienen tirado el atraparlos como moscas los que aplican allí la Alianza de Civilizaciones un poco manu militari). Aquí no los fríen, pero los tienen fritos, que ni siquiera los dejan jugar a belenes. Los obligan en cambio a jugar a médicos y enfermeras, aplicándoles como a los demás la ley de salud sexual y reproductiva que se sacaron de ahí las infantas Pajín y Aído (que a ver quién llama señoritas a ese par de mujeres tan armadas). Escribe J. Morán en LA NUEVA ESPAÑA, 09-10-12, que si se hubiera desarrollado la ley de libertad religiosa a lo mejor a los cristianos les hubieran dejado una mina desafectada en La Camocha para que hicieran allí sus cosas. Y los teólogos, a verlas venir. Qué cosas. Que nadie mente el complejo de Estocolmo; los complejos aquí son de cosecha propia.

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