No te veré morir
Tras la publicación de "Volver a donde", Antonio Muñoz Molina ha vuelto a la ficción con "No te veré morir". No sé si será su mejor novela (los lectores, la crítica y el tiempo lo dirán), pero no me cabe la menor duda de que seguiremos disfrutando de esa manera magistral, única e inconfundible que el ubetense universal tiene desde que, en 1986, publicara su primera novela, "Beatus ille" y consiguiera sumergirnos a sus lectores en sus páginas.
Si "Volver a donde" fue una manera de "superar" los fantasmas y nubarrones que nos amenazaban como sociedad paralizada por la primera "peste" del siglo XXI que nos obligó a refugiarnos en nuestras casas, entre cuyas cuatro paredes surgían también los fantasmas de nuestras infancias, de nuestros recuerdos, de nuestras emociones y que, en el caso de Muñoz Molina, fueron los recuerdos del hambre y la miseria que él y su familia tuvieron que padecer en la España franquista; en "No te veré morir", la llama del amor, surgida en 1967 entre los protagonistas, no llegará a apagarse gracias al poder de los sueños en él y al de la memoria en ella.
Si, en "El amor en los tiempos del cólera", para García Márquez, la vejez se presenta como un espacio para la esperanza, como un tiempo que aún puede ser tocado por la alegría que en su día fue, pero el tiempo también es la eternidad cuando se mantiene vivo el amor; en "No te veré morir", la vejez es el único marco posible y necesario para que los sueños dejen de sustituir a una realidad impuesta por las consecuencias de una marcha que terminó siendo del "todo y de verdad". El reencuentro en la vejez al que, sin proponérselo, jamás renunciaron, certificará que la nostalgia del primer amor lo es, por encima de todo, la nostalgia de las personas que ellos fueron. De ahí la incertidumbre y el desasosiego que hacen su aparición cuando la eutanasia llama a sus procesos vitales.
Es una historia de amor truncada durante medio siglo, tiempo en el que, sus protagonistas, Gabriel Aristu y Adriana Zuber, han rehecho sus vidas en contextos sociales y políticos radicalmente distintos. Él, como responsable de entidades financieras en la cuna del capitalismo, los EE UU; y ella en las postrimerías del tardofranquismo asfixiante. La magistral narrativa de Muñoz Molina consigue engancharnos desde la primera línea a través del poder de la memoria, del olvido, de la lealtad y del inexorable paso del tiempo y sus estragos que convierten a sus personajes, más allá de una pasión de juventud frustrada por el curso de la vida, en los protagonistas de un hermoso e impresionante retrato de la vejez que nos recuerda la potente narrativa de Estefan Zweig.
Las primeras 73 páginas son (y así creo que nos interpela su autor) una invitación a leerlas sin pausas, sin descanso, sin interrupciones (no hay puntos). Es un continuo narrativo que gracias a la portentosa manera de escribir de su autor, de su manera de atrapar la vida, especialmente en los detalles mínimos, consigue dejarnos sin aliento.
Los sueños se convierten en el soporte vital que permiten a su protagonista, Gabriel Aristu, mantener viva la llama encendida en su juventud. Sueños que se entremezclan con vivencias que llegan a solaparse de una manera tan brillante que el lector corre el riesgo de confundir los sueños con las vivencias. Recurso manejado por su autor de manera admirable.
"Ahora se nos ha olvidado, pero hasta no hace mucho tiempo irse lejos era irse del todo y de verdad", escribía Muñoz Molina en octubre del 2020 en un memorable artículo de "El País" (Babelia). En gran parte, en su última novela, profundiza en las consecuencias vitales, de identidad, de adaptación/renuncias, profesionales, de aquella frase/sentimiento que acompañan como una sombra a todos aquellos que, en su día, decidieron (decidimos) emprender el viaje sin saber que no había retorno.
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