Sobre la dignidad y la verdad
El hombre digno, según el Diccionario de Uso del Español de María Moliner, es aquel cuyo comportamiento merece el respeto de los demás y de sí mismo, que no comete ni tolera actos que avergüenzan, no humilla ni se deja humillar. No es fácil de aplicar este adjetivo en el momento actual porque su consideración está en las antípodas del mundo relativista que se nos pretende imponer, donde los valores son tan mutables que encuentran su reflejo en la famosa frase de Marx (Groucho): “Tengo unos principios y, si no le gustan, tengo otros”. Esos “otros” principios son generalmente contrarios a los primeros según el interés mudable y concreto del momento en que han de ser aplicados. Y esa variabilidad muestra la indignidad de quien los formula, y compele a quien recibe la expresión de la modificación insustancial del criterio primeramente expresado, a la tesitura de admitirlo, compartiendo por consiguiente la indignidad, o a rechazarlo y denunciarlo precisamente por mantener la propia dignidad.
Si deseamos ser dignos en nuestra vida debemos respetar la Verdad, con mayúscula, la de las cosas importantes, a la que se refiere el evangelista Juan (“La Verdad os hará libres”, Jn 8, 31-38) y la verdad con minúscula, la de las cosas corrientes, de la vida ordinaria. Por tanto, hemos de comenzar por cambiar lo que en nuestra vida sea necesario para alcanzar nuestra dignidad a través de nuestra libertad por medio del reconocimiento de la Verdad... y, al tiempo, rechazar la manipulación del relativismo envuelto en falsa capa de libertad de opinión.
Para ello, el mejor camino es el de seguir la indicación que propone el número 198 del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia: “Nuestro tiempo requiere una intensa actividad educativa y un compromiso correspondiente por parte de todos para que la búsqueda de la verdad... sea promovida en todos los ámbitos y prevalezca por encima de cualquier intento de relativizar sus exigencias o de ofenderla”.
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