Mi belén, o una misa, bien vale París
Mis padres, maestros y en general mis mayores tuvieron el detalle de poner belenes en las Navidades de nuestra infancia, y gracias a esa educación recibida y también gracias a la fe que Dios me ha dado sé valorar que esas escenas sencillas del Niño Jesús, su madre María, San José, a quienes acompañan los Reyes Magos, pastores, bueyes y demás elementos figurativos, expresan la verdad más importante de mi vida.
Esas figurillas representan que el Hijo de Dios se hizo hombre, que nació niño, de una virgen llamada María, desposada con un santo varón, José, que fue el padre legal de Jesús y el que los cuidó y quiso toda su vida, etcétera.
Esas figurillas no me han hecho falta para tener la vivencia de que Dios existe, pero, desde luego, sin la ayuda de la fe que Dios me ha dado no habría manera de que admitiese que un Dios se hace hombre y que una virgen le da a luz. Y con el belén celebro anualmente esta realidad de fe.
No sé qué monarca medieval –¿o renacentista?– educado para rey, con astucia política y escasa o nula fe, dijo aquello de que «París bien vale una misa». Yo, gracias a Dios, podría decir que «una misa bien vale París». Y la verdad es que soy feliz –de una manera relativa, claro está– incluso con las crisis. Me van bien los belenes. Los recomiendo.
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