Cien días
A estas alturas del "veranillo" de octubre, pocos dudarán ya del cambio climático. Si hay algún incrédulo que niegue que por allá arriba pasa algo raro, dé un paseo por la orilla de un pantano y encontrará alguna iglesia con la torre desmochada, unas ruinas romanas o los techos rojizos de un pueblo. Verá tierras cuarteadas que rechazan cualquier sembrado, jardines sin flores, campos sin su eterna sonrisa verde o ríos medio secos que olvidaron sus cantos de atardecer. Los agricultores, por vivir en el campo, son los primeros en padecer la tomadura de pelo de las estaciones.
Detrás de unas elecciones, sale a la luz la expresión "cien días". Y este año, como era de esperar, también salió para cumplir con el rito. Fue en LA NUEVA ESPAÑA del miércoles día 11 de este mes de octubre, que este año arrastraba un calor que no le correspondía. Por ello los agricultores, quejosos, se presentaron ante la Consejería, para expresar "la inquietud existente en el medio rural…". El consejero don Marcelino Marcos Líndez: "Con toda humildad –les dijo–, no se han cumplido 100 días de Gobierno".
Más de un agricultor, después leer de estas palabras del Consejero, se habrá preguntado qué tienen que ver esos "cien días" con la sequía. En otro contexto, no significa nada. Aquí sí: el señor consejero conoce su significado. Equivale a decir que "desde que tomé posesión, no tuve tiempo para saber lo que me esperaba sobre la mesa del despacho".
Esos mismos agricultores quizá se pregunten qué será eso de los "cien días". La frase está vinculada a la historia de Napoleón Bonaparte (1769-1821). Este militar, nacido en Córcega, de baja estatura, peinado a lo Julio César y mano derecha entre los botones de la casaca, puso a toda Europa patas arriba, desde los Urales, entre Europa y Asia, hasta el cabo de San Vicente, en Portugal. Pero, después de vencer en mil batallas, un día de octubre de 1813 su gloria se hundió en Leipzig (Alemania). Como consecuencia, los vencedores lo confinaron en la tranquila, soleyera y volcánica isla de Elba, en el mar Tirreno, entre Córcega y la península italiana. Un lugar de veraneo, como quien dice.
Al cabo de once meses, agotado por su "dolce far niente" en la isla, hizo las maletas y regresó a su Francia querida. Un cuerpo de ejército que, en principio, iba a detenerlo oyó la voz de trueno de su jefe que clamaba: "Soy vuestro emperador". Olvidaron su cometido, se deshicieron en vivas, dieron la vuelta y lo siguieron devotamente hasta la capital del Imperio. Les faltó poco para llevarlo en hombros. Gobernó "cien días", no porque así lo dispusiera algún reglamento, sino porque entre la primera y la segunda derrota pasaron esos "cien días". Después de unas cuantas escaramuzas, los aliados lo esperaron en Waterloo (Bélgica), donde se hundió su gloria. Era junio de 1820. Para evitarle tentaciones, lo llevaron un poco más al sur, a la isla inglesa de Santa Elena, perdida en el océano Atlántico. Allí falleció, dicen que envenenado. Le hubiera gustado más ir a América, pero quien manda, manda…
Su cuerpo descansa bajo la cúpula dorada del Panteón de los Inválidos, en París, en tumba de cuarzo rojo sobre base gris. Cerca están las tumbas de su hijo, Napoleón II, apodado "el Aguilucho", y de su hermano José I, rey de España.
Como en España no existe ese tipo de "cien días" ni cosa que se les parezca, algún avispado atravesó el Pirineo, llegó a París, se acercó a "Los Inválidos" y, aprovechando que Napoleón estaba descansando en su sueño eterno, levantó la tapa del sepulcro, los cogió y nos los colocó después de unas elecciones. El Consejero quiso decir que en "cien días" no pueden arreglarse todos los problemas.
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