Franco y yo
Una noche de sábado, me encontraba muy desazonado y necesitaba hacer algo antes de recaer en pecado mortal. Decidí irme a dormir en un cuartel de la Guardia Civil, abandonado hace décadas, y aureolado de historias de fantasmas. Distante 5 km. de mi casa, emprendí, con mi mochila y mi colchoneta a cuestas, marcha a pie por la acera que discurre en paralelo a la carretera. Yo pensaba que, bajo la ocasión terrorífica de estar allí metido, se desataría dentro de mí una serie de reacciones que me apartarían del mal incitante. No me bastaba el rezo común, yo precisaba un despliegue operativo grande que subrayara mi propia insignificancia incapacitante ante los objetos que yo codiciaba; esa sería mi oración. Enumeraba las posibilidades de riesgo que me saldrían al paso: asesinos, homeless, pinchotas, botellones, ratas, murciélagos, insectos de lo peor, desprendimientos...pero no creía en nada sobrenatural.
Entré en ese caserón, sorteando matas de maleza empapada y pisando seres de viscosidad letárgica. El interior era una cueva encharcada donde se pudría hasta lo inorgánico. Instalé la colchoneta inflable en un recuadro exento de humedales gracias a su disposición alabeada por agentes higroscópicos caprichosos. Me enfundé en el saco y probé a dormir, pero me fue imposible, presa de una excitación debida a ese lugar inhóspito y preñado de peligros. Al menos, iba logrando lo que quería en un principio; conjurar mis tentaciones.
En un momento de distracción mental mía, casi un vacío, empezó a afluir una condensación blanca a donde yo me hallaba, cobrando un principio de silueta humana sobre la que finalmente se concretó la figura de Francisco Franco, con la misma apariencia que el 1 de octubre de 1975, fecha de su última comparecencia pública. El Caudillo tardó un par de minutos en adquirir un hilo sostenido de voz, hasta que empezó a barajar fragmentos inconexos de sus discursos como Jefe de Estado. Ni los anoté, ni los grabé ni los memoricé; esa prosa especiosa con que el Generalísimo se dirigía a los españoles se resistía a su registro en cualquier soporte, a la modernidad le faltaba reciedumbre para llevar sobre sus hombros aquellas palabras inscritas en los frontispicios de la victoria.
Pero sí saqué unas consecuencias, tras horas de alocución que cesaron con el amanecer. El franquismo moría en mí, tras habérmelo sido revelado en la confirmación de que yo siempre había sido un receptor, aunque anacrónico, sensible a toda la atmósfera que impregnaba todos los poros de los españoles durante cuarenta años; luego no era casual mi visión que -antes o después- moriría conmigo. Por otra parte, la transferencia espiritual de que era objeto me convertía automáticamente en albacea del franquismo, su memoria prístina viviría en mí y, repito, moriría conmigo, al tiempo que cualquier protesta de franquismo acendrado por parte de cualquiera sería tomada como una desviación, y no digamos de las fuerzas derechistas democráticas. Yo debía ejecutar la voluntad del dictador, a saber; enterrar su recuerdo por puro egoísmo suyo, pues se encontraba en paz con el Creador y ya no quería instarnos a los españoles a obedecer nada suyo póstumo.
Así, yo me quedaba reducido o ensalzado a la condición de franquismo hipostasiado, obteniendo mi parte de consuelo a este lado de la Creación, a cambio de guardar silencio sobre qué fuera aquello los cuarenta o cincuenta años que me queden de vida.
Debe rellenar todos los datos obligatorios solicitados en el formulario. Las cartas deberán tener una extensión equivalente a un folio a doble espacio y podrán ser publicadas tanto en la edición impresa como en la digital.
Las cartas a esta sección deberán remitirse mecanografiadas, con una extensión aconsejada de un folio a doble espacio y acompañadas de nombre y apellidos, dirección, fotocopia del DNI y número de teléfono de la persona o personas que la firman a la siguiente dirección:
Calvo Sotelo, 7, 33007 Oviedo

