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Pesadilla en la noche dormida

29 de Diciembre del 2010 - Isabel Fernández Bernaldo de Quirós (Madrid)

Los sueños, aquéllos que nos brinda la noche dormida, suelen jugarnos malas pasadas y hacernos vivir, sin querer, auténticas pesadillas. Vivencias que nos producen al despertar un gran desasosiego, al punto, que pueden perdurar en el curso del tiempo como las malas digestiones.

Hoy, la noche dormida me sorprendió caminando por las calles de una gran ciudad sombría y de aspecto empobrecido por la que deambulaban muchos habitantes sin rumbo, cabizbajos y en silencio unos, intentando hablar pero sin conseguirlo otros, y gritando palabras que los demás no comprendían, demasiados.

Mis ojos, asombrados, miraban de un lado a otro y no cesaban de ver como las aceras acogían en sus suelos a hombres y mujeres de aspecto doliente y manos extendidas. Parecían habitar en ellas.

De cuando en cuando, largas colas de personas fatigadas y rostros entristecidos serpenteaban entorno a siniestros edificios oficiales esperando, quizás, algo que alimentara su vida de esperanza, de trabajo.

Quise levantar la vista de este recorrido desconcertante, aliviar mi pesadumbre, y la fijé en las casas. Parecían abandonadas, con sus tiendas cerradas, persianas echadas, y pisos, muchos pisos, con carteles con un "se vende" o un "se alquila" colgando de sus ventanas o balcones.

¿Dónde estoy? me dije, estas calles se parecen a las de mi ciudad, pero yo no la recuerdo así. Sentí un gran escalofrío.

Seguí caminando, hasta que, de pronto, como si de otra ciudad se tratara, apareció ante mí la riqueza deslumbrante, tanto, que casi no me dejaba ver sus imponentes edificios acristalados que se alzaban hacia el cielo. Por ellos transitaban muchas personas de rostros satisfechos, cabezas erguidas -sostenidas por la vanidad del éxito y los nudos de sus corbatas-, y manos tintadas por las que el dinero multiplicado corría a raudales.

Alternando con estos edificios había otros más solemnes e importantes, presididos por grandes leones y estatuas. En su interior albergaban alfombras, despachos y sillones, muchos sillones, ocupados por gentes apoltronadas que gritaban palabras que solo ellos comprendían.

Las aceras de esta parte de la ciudad se mostraban, sin embargo, desnudas. Nadie deambulaba por ellas, ni estaba postrado en ellas, ni había colas serpenteantes en ellas. Pero sus calles aparecían tapizadas de negro, como si una plaga de oscuras cucarachas las hubiera invadido. De cerca, pude percibir que el manto que las cubría lo formaba innumerables coches negros de alta gama y cristales tintados, que permanecían inmóviles con sus ocupantes dentro, acorralados en las propias redes de su ominoso poder.

¿Dónde estoy? me dije, estas calles se parecen a las de mi ciudad, pero yo no las recuerdo así. Sentí, de nuevo, un gran escalofrío y me desperté.

Espero que la noche dormida no vuelva a regalarme un dolor como el que viví soñando, sabiendo lo mucho que la realidad puede llegar a superar lo soñado.

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