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Política, valores humanos, normas sociales y justicia

17 de Febrero del 2024 - José María Casielles Aguadé

No se puede negar que se aprecian cambios sensibles respecto a un pasado relativamente próximo, y el más notorio es que parece que vivimos hoy en un mundo mucho más egoísta y marginado de las opiniones y de los intereses ajenos, que en su conjunto son o deben ser el objetivo de la Política; es decir, la convivencia feliz con los demás.

En los últimos cinco mil años, se han acreditado básicamente dos soluciones para afrontar este importante problema: la “Monarquía” y la “República”: En la primera el gobierno queda en manos de uno, el Rey (que eso significa “monarca”), normalmente acreditado por un acierto transcendental en una crisis histórica grave (es el caso de Pelayo a la cabeza de la monarquía asturiana tras la batalla de Covadonga), y asistido por un conjunto de leales que llamamos “aristócratas” (que etimológicamente significan los “mejores”). La justificación de la aristocracia está en la genética que explica la transmisión científica de criterios y potencialidades en bases bioquímicas. En los casos en los que este tipo de dirección cae en errores graves, se habla de “tiranía”, como bien apunta Aristóteles.

La otra opción política se conoce como “democracia” (gobierno del pueblo), y tiene como cabeza principal a un presidente de la “República” (esto es, de los asuntos públicos), una vez elegido entre sus partidarios, y asistido por ministros que se designan como representantes populares de los mismos, ya que sería imposible consultar individualmente a cada ciudadano ante cualquier vicisitud de gestión. La presunta justificación de esta política se basa en la posibilidad estadística de conseguir el equilibrio entre la pluralidad de opiniones, que en realidad ya ha quedado restringida por la representación previa, pensando así que con este procedimiento se compensarán y nivelarán los errores. Cuando estos son evidentes, la democracia se convierte en “despotismo” como consecuencia de esos abusos, dice también el filósofo estagirita, y añade que, cualquiera que sea la fórmula política, un buen gobierno no se asegura por refrendos meramente cuantitativos de elección; habrá de basarse siempre en la “calidad” de los que mandan, que han de ser respetuosos con los “valores” o virtudes humanas, tales como: honestidad, racionalidad, preparación, sensatez, mesura, etc. Cualquiera que fuese la fórmula política elegida, la búsqueda de la Verdad entre el gobierno y la oposición es inexcusable, y debe basarse en la “dialéctica”; es decir, el respeto mutuo a los criterios diversos, que han de ser razonados tras su exposición, y contrastados en sus bases con un debate sereno, respetuoso y equitativo, en la disponibilidad de expositores, tiempos dados por los moderadores, y medios de comunicación.

Sumario: La necesidad de que conocer y tener claros los principios y conceptos políticos que deben regir nuestra convivencia

Destacado: La búsqueda de la Verdad entre el Gobierno y la oposición es inexcusable, y debe basarse en la dialéctica; es decir, el respeto mutuo a los criterios diversos

Los valores humanos son objeto de la “Ética” (costumbre moral) y están muy matizados por ideas religiosas, hábitos ancestrales (modos y modales, cortesía, amabilidad, etc.). Si no se respetan los valores humanos, de poco vale la cuantía estadística que se aporte. Los valores humanos se concretan en la observancia de “Normas Sociales”, que son formas de proceder reguladas por “códigos” o “protocolos” que se remontan a unos tres mil años (a. de C.), elaborados en China, que rigen las relaciones diplomáticas internacionales, y que debieran respetarse más especialmente en los medios de radio y TV actuales, por su potente capacidad educativa sobre altas masas de población, siguiendo el sabio consejo de la ciencia de la Información, de que “lo que se publicita se promociona”, y que es tan operativo para vender camisas como para orientar a los ciudadanos. Esto es lo que se me viene a la cabeza cada vez que percibo en alguna TV la temeraria promoción de competencias en deportes, o, más bien, meras exposiciones de riesgo que incitan a los jóvenes a peligros verdaderamente insensatos, con el único estímulo de una notoriedad fácil y rápida.

Respecto a la Justicia, está claro que no sería necesaria si todos los ciudadanos respetaran las leyes, pero desgraciadamente no es así. Los juicios, con sus acusaciones y defensas, han de formularse en palabras, y ello pone de manifiesto la importancia de la unidad idiomática, pues si ya las palabras de una misma lengua encierran frecuentemente ambigüedades semánticas (significados), estos aumentan cuando se acepta alegremente la cooficialidad de dialectos que tanto se cultiva hoy.

En otro plano está la necesidad de respetar la saludable separación de poderes que exige la democracia entre Legislativo, Ejecutivo y Judicial, y es cosa de temer que algunos parlamentarios/as aún confundan el significado de legislativo con el de judicial; pues una cosa es hacer las leyes, y otra administrarlas.

Para terminar, no nos cansaremos de repetir la necesidad imprescindible de respetar políticamente a la Prensa (léase hoy M.C.S.), pues sin este respeto no hay democracia. Las desviaciones en esta tarea no son nuevas ni originales. Napoleón, orgulloso de su progresista Código Civil de 1804, había prohibido en 1800 sesenta y tres periódicos en Francia. Una cosa es predicar y otra dar trigo.

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