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Monjas en el andén

31 de Diciembre del 2010 - Marino Gómez-Santos

Recientemente, el profesor Villar Palasí, ex ministro de Educación, ha revelado que el almirante Carrero Blanco vetó el nombramiento de Severo Ochoa como catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid, por ser masón. El almirante exorcizaba sin ningún fundamento al científico español, que después de Cajal había obtenido el premio Nobel en el siglo XX, acontecimiento improbable en tiempos venideros.

La vida de Severo Ochoa discurrió polarizada en el amor a la ciencia y a Carmen, su mujer. El rigor moral con que se entregó a la investigación tenía su origen en la Edad de Oro de la fisiología, desarrollada en la Alemania de los años veinte, donde se había formado. Su dilatada andadura, aún con el golpe de timón que supone recibir el premio Nobel, no logró modificar la ética insobornable ante las tentaciones políticas, económicas o de lucimiento social. Fue considerado por general consenso un «gentleman» de la ciencia.

Ochoa no era creyente, aunque buscó inútilmente la fe. Cuanto sé de él en lo personal no procede de informaciones bibliográficas, sino de sus confidencias. De madre y hermanas muy religiosas, Ochoa tenía la certeza de que el estudio de las ciencias naturales había producido una devastación de sus nacientes creencias, que se acrecentaría durante la carrera científica, no obstante, perteneció al ejército ignaciano en Málaga, en cuyo colegio fue congregante y niño del Coro de San Estanislao de Kostka, distinguido en el cuadro de honor. La mente analítica del investigador trató de desentrañar los grandes enigmas y en sus conversaciones con Xavier Zubiri coincidía en ciertos aspectos, hasta que se planteaba el origen de la materia. Para el filósofo católico, detrás estaba Dios; para el científico, esta creencia no le resultaba válida.

Ochoa se casó con la gijonesa Carmen García Cobián en la gruta de Covadonga y en sus viajes a Asturias solían hacer una visita al abad que bendijo su matrimonio y a los sucesivos, con los cuales mantuvieron amistad. En sus andanzas por el mundo Ochoa tuvo ocasión de relacionarse con príncipes de la Iglesia, en particular, con el padre Arrupe, que había sido compañero suyo hasta tercer curso de Medicina en la Facultad de Madrid, al que volvió a ver en Japón, en un encuentro memorable y a quien visitaría en Roma, cuando era padre general de la Compañía de Jesús. Su biógrafo, Lamet, refiere que en esta segunda ocasión, cuando Arrupe se encontraba ya enfermo, Ochoa, desde su postura de «increyente», se arrodilló en solicitud de la bendición de su amigo Pedro.

He visitado con Ochoa catedrales, conventos, monasterios, iglesias, ermitas y capillas. Entraba en estos recintos sagrados con veneración y respeto. En dos ocasiones presencié su incontenible emoción: cuando contemplaba abstraído un monumental Cristo de alabastro en el monasterio de El Paular y el Nazareno de la iglesia de La Atalaya de Luarca, a cuyos pies depositó una generosa limosna. La tarde de la visita a El Paular, en un lento paseo por el jardín interior del monasterio, el prior cortó con sus manos unas azucenas para el premio Nobel que buscaba a Dios en la belleza del arte religioso y en la síntesis del ácido ribonucleico.

Nombrado por su Santidad Pablo VI, miembro de la Academia Pontificia de Roma, Severo Ochoa tuvo ocasiones de departir también con Juan Pablo II, por el que sentía gran admiración. En su cartera, del lado del corazón, llevaba doblada una carta autógrafa que su madre le había escrito en los años veinte, una pequeña fotografía de su maestro Otto Meyerhof y dos estampas religiosas.

El piadoso almirante Carrero Blanco al hacer tan grave afirmación sobre Ochoa quizá lo relacionaba ideológicamente, craso error, con su tío Álvaro de Albornoz y su maestro Juan Negrín –que no eran masones–, aunque fueran exiliados políticos, mientras Ochoa haya sido únicamente exiliado científico. Como tal, el premio Nobel recibiría una segunda muestra de hostilidad por parte de Julio Rodríguez, el nuevo y muy breve ministro, incorporado al Gobierno con la égida del almirante Carrero, que desde el Ministerio de Educación donde escribía versos con pujos nerudianos se apresuró a paralizar las obras del Centro de Biología Molecular para que Severo Ochoa no se beneficiara del presupuesto español, por tratarse de un «científico norteamericano». Sin entrar en este esguince infame, la realidad es que Ochoa impulsaba un proyecto participado por la Universidad Autónoma de Madrid y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, para la fundación de un centro de excelencia, siendo decisivo su nombre laureado con el premio Nobel, además, para conseguir fondos de la Cooperación Técnica de los Estados Unidos y España, que harían posible la adquisición del costoso material científico.

Ochoa no había solicitado nada en España cuando fue incluido en la «recuperación de cerebros», horrible expresión. Y, aunque su edad jubilar como profesor universitario estaba próxima, era un científico activo en cuyo horizonte aún se ponía el sol. Sus discípulos eran en su mayoría norteamericanos, seguidos de japoneses y de otros países, algunos de ellos elegidos mediante su currículum, como en el caso de Grunberg-Manago, para participar en líneas puntuales de investigación científica. Ello, sin desentenderse de su preocupación por el destino de la ciencia española a la que prestaría ayuda, cuando sin haberse nacionalizado, formaba parte como científico eminente de comités norteamericanos donde se decidían asuntos militares reservados. Sin olvidar que muchos años antes de la Transición, en el apogeo de su nombre como premio Nobel, las agencias de noticias norteamericanas difundieron por el mundo unas declaraciones de Severo Ochoa en que auspiciaba como la solución idónea para el porvenir de España la restauración de la Monarquía.

En suma, Ochoa no era en modo alguno un exiliado político, ni había regresado a España al amparo del presupuesto destinado a la investigación. Cambiaba simplemente su programa de trabajo en el laboratorio de la Universidad de Nueva York para liberar las ruedas del carro de la ciencia española. Tras la interrupción del proyecto del Centro de Biología Molecular, el nuevo ministro Cruz Martínez Esteruelas y Federico Mayor Zaragoza como subsecretario activaron esta obra magna de Severo Ochoa, elevando el nivel de la biología hasta entonces a cargo del profesor Ángel Santos Ruiz, «que inició en solitario la enseñanza y la difusión de la bioquímica en España a partir de la Guerra Civil», y de Alberto Sols, que si excepcional fue su labor científica «quizá fue más excepcional su labor formadora de investigadores» (Ochoa).

En su ancianidad, entristecido y cansado por el peso de la púrpura, declinó el honor de un título nobiliario. Únicamente decía lamentar la muerte, por el hecho de no alcanzar a ver los avances de la ciencia en el siglo XXI, mientras aspiraba a ser recordado simplemente como un hombre bueno.

De su condición de hombre bueno y de la modestia que acrisolaba su vida conservo en la memoria del corazón innumerables recuerdos. En la estación de Córdoba se detuvo a descansar en un banco del andén donde había dos monjas, no sin antes pedir permiso. Las religiosas continuaron su conversación, sin identificar a la anciana gloria de la ciencia, y no resistí a la provocación de preguntarles por lo bajini. Ambas giraron la cabeza: «El caso es que su cara es conocida… Señor, ¿es usted de Córdoba?...». «No, hermana, soy de Luarca, una bellísima villa asturiana». El mozo de equipajes llegado en ese momento interrumpió el diálogo. Continuamos nuestros pasos por el andén, sin que Ochoa hiciera ningún comentario.

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