Sucedió en París
El lunes 4 de marzo del corriente, el poder legislativo francés, mediante su entelequia de representatividad, aprobó el reconocimiento del aborto como un derecho "a encartar" en la Constitución que habilita la vigente V República.
Sin entrar en consideraciones que, al decir común y actual, atañen a la "esfera privada", clamo ante la incongruencia lógica de votar un proyecto o una propuesta que ya se encontraba sancionada en las leyes del país vecino desde el triunfo en 1975 de la famosa "ley Veil"; es decir, esa ley ya era sobradamente constitucional porque se inspira en los principios fundamentales que recoge esa misma carta magna, porque no entra en colisión, en contradicción con estos.
Muchas veces se arguye que las decisiones políticas impopulares -esas que "no iban en el programa"- dimanan del sentido ideológico último que las impregna y que, por tanto, no cabe el descontento entre quienes dieron su apoyo. En este caso, un pueblo de 720 hombres eleva, doscientos treinta y pico años después, otro armazón, en forma de función matemática, con sus magnitudes de entrada y de salida. Sus principios yacían inmutables, hasta que constataron que no les rentaba, y empezaron a emitir juicio -con inflación irreparable- para garantizar un proceso hermético y pacífico que se cerró con la fuerza de los hechos consumados.
Francia, y por resonancia el llamado "mundo libre", disfruta de los ecos de su conquista social redundante en un contexto peliagudo de preguerra auspiciada por su muy irresponsable presidente y su consocia europea Ursula; en el seno de un paradigma, muy dilatado ya en tiempo, que insta a cuestionar a muerte y con gratuidad patológica la entidad, el ser o no ser de los individuos, mientras se nos atiborra de nociones lábiles de identidad.
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