El VAR vino para simplificar
Un árbitro de fútbol no tiene posibilidad de aplicar correctamente unas normas que están confeccionadas sobre hechos que son en sí mismos indiferenciables. Nunca se podrá resolver sobre el grado de intensidad de un contacto para impedir o no la continuidad de la jugada (la reacción del jugador tocado y su voluntaria magnificación condicionan la decisión del juez), y eso también ocurre en el caso del impacto del brazo que en un salto entra en contacto con el rostro del contrario. No siempre se puede discernir entre una carga y un empujón, ni diferenciar una zancadilla de una posición ganada. Tampoco el suficiente o intencionado contacto de un brazo con el balón dentro del área.
Ningún ser humano está capacitado para esto.
Tampoco el VAR lo está, y su única aportación es procurar una mejor visualización y a un ritmo más lento, y repetido, pero sin poder cuantificar la intensidad o intencionalidad de los actores en unos hechos cuya condición de imprecisos les confiere presunción favorable.
El gran avance que se le podría suponer al VAR sería la simplificación en la interpretación de lo que ocurre en el campo, pero parece que ha ocurrido el efecto contrario, sobre todo porque en un afán clarificador se han ido incrementado las normas, pero la reiteración en lo inexacto solo puede llevar a una multiplicación de la inexactitud. Y se pide la utilización de una tercera tarjeta, azul. ¿Y por qué no una cuarta, verde?
El fútbol nació sin VAR, y las normas de entonces eran más ajustadas al suelo.
El fuera de juego trataba de evitar que un jugador obtuviese ventaja de su posición adelantada. Ahora ese adelantamiento incluso se puede medir, pero en su interpretación han intervenido dos entes estúpidos; el primero ha determinado que un hombro o un pie diez centímetros por delante supone ventaja en el desarrollo de la jugada, mientras que el segundo se ha encargado de asentir con la cabeza.
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