Katyn: Pretextos para recordar a Laso Prieto
Subtítulo:Una película tremenda sobre una masacre bestial al pueblo polaco
Destacado:Si las distribuidoras cinematográficas asturianas funcionaran como Dios manda tal vez Laso hubiera visto esta película antes de morir
Recientemente he vuelto a echar de menos a José María Laso Prieto. Fui a ver la película «Katyn», de Andrei Wajda. No sé si llegarían a la docena las personas que nos dimos cita en el cine para ver esta tremenda película. La historia de una de esas masacres bestiales que dieron forma al más inhumano de los siglos. Yo creo que el siglo XX pasará a la historia por haber derrumbado toda frontera moral. Alrededor de doce mil polacos fueron asesinados de un tiro en la nuca, sin piedad, en el bosque de Katyn, actualmente territorio de Lituania. Aprovechando racionalmente la capacidad física de cada una de las víctimas, para acercarse por su propio pie al foso donde finalmente fueron aniquilados, supongo que en jornadas agotadoras, estos miles de polacos que con su memoria ensombrecen, una vez más, el idealizado paraíso socialista de Stalin. Me hubiera gustado comentar con Laso los detalles históricos de semejante acontecimiento. Me lo imagino organizando la jornada para ir a ver esta película que, aunque estrenada en 2007, llegó a las pantallas asturianas en 2010, precisamente a raíz del trágico accidente del presidente de Polonia. Si las distribuidoras cinematográficas asturianas funcionaran como Dios manda, tal vez Laso hubiera visto esta película antes de morir. Tal vez la hubiera comentado, y tal vez también, hubiéramos podido aprovechar sus comentarios, sus referencias, sus opiniones. Pero así es el destino de los hombres, una vida entera dedicada a atesorar conocimientos, experiencias, una vida entera de estudio que se desvanece en el tiempo y, finalmente, de la memoria de los hombres. Una vez más, me hubiera gustado preguntarle por qué, a su juicio, Stalin firmó aquella orden despiadada. Si existía alguna razón táctica que, en la antesala de la guerra, pudiera explicar semejante atrocidad. Si tenía datos que no conociéramos, tal vez alguna conversación con algún alto representante del PCUS, en la que se hubieran reconocido, antes de que Rusia lo hiciera oficial, la responsabilidad de este acto. Luego vendrían otras preguntas, pues a la vista de los asuntos que hoy conocemos, no fue un caso aislado, sino, más bien, una «pequeña» matanza, en comparación con otras que se llevaron a cabo en la URSS desde que Stalin comenzó a controlar el poder soviético; incluso ya desde la época de Lenin –como advierte Soltzenitsin–. Laso habría acabado reconociendo, sin duda, el carácter estratégico de una política presidida por el terror. Cuenta Soltzenitsin que en una ocasión, en un acto en el que se encontraba el camarada Stalin, los oficiantes pidieron un aplauso para él. El terror era tal que nadie se atrevía a dejar de aplaudir, de modo que los aplausos se prolongaron más allá de los diez minutos, dando lugar a una situación absolutamente grotesca, hasta que, finalmente, el responsable de la organización tuvo que cumplir el protocolo. Al día siguiente, fue arrestado.
Cómo no recordar, sin embargo, aquellos relatos de guerra de Vassili Grossmann, particularmente el texto escrito con ocasión de la toma del campo de exterminio de Treblinka, en Polonia, donde fueron gaseados cientos de miles de judíos. El día en que se inauguró la nueva cámara de gas, con el sistema de transporte por cinta mecánica de los cadáveres una vez gaseados, para llevar directamente los cuerpos a los distintos pisos de la pira funeraria, un oficial del Ejército celebró la inauguración comiendo unos canapés, y buen vino sentado en una mesa dispuesta en el centro de la cámara. Grossmann recogió el relato escalofriante de algunos fugados para reconstruir el proceso de exterminio que se llevaba a cabo en aquellas cámaras de gas, y construyó su propia descripción del proceso; luego testificó en Nüremberg. Fueron cientos de campos de concentración y exterminio los que los soviéticos liberaron en su camino hacia Berlín. Murieron alrededor de doscientos cincuenta mil judíos de Polonia y alta Silesia (como decían en la película «Vencedores y vencidos», de Stanley Kramer –otra película, por cierto, que me dio a conocer Laso, también, como tantas otras cosas que hemos aprendido de él–. Sin embargo, la película «Katyn» no refleja en absoluto esta situación, la parte alemana no aparece tratada de un modo tan acusador. Los diálogos de los alemanes son doblados, los de los rusos no, marcando el abismo de frontera que separa a los dos pueblos, como si el director quisiera apartarlos de sí. No los mira a la cara, no vemos sus rostros, aparecen siempre vistos como a hurtadillas, incluso durante las más duras escenas en las que se relatan con maestría cinematográfica las técnicas de exterminio, los soldados rusos apartan los rostros precisamente para evitar las salpicaduras de la sangre de sus víctimas, sostenidos firmemente por sus hombros. Sólo los polacos que se han hecho comunistas pueden ser dignos, al menos, de ser escuchados, mirados, para que se refleje en su rostro, no obstante, la sombra de la claudicación, su mirada de traidor miserable. Incluso el aspecto de los protagonistas marca también la diferencia. La única morena pequeñita que aparece es la sirvienta de la «generala», sólo para verla medrar en el comunismo de la nueva Polonia como una nueva señora, lo que da pie para ver el desprecio que con orgullo manifiesta la señora de alcurnia, de nobleza de sangre, legítima, frente a la nueva sociedad de advenedizos y trepas vendidos a los rusos asesinos.
Los rusos han de cargar con un gran fardo en su camino por la Historia: los once millones de muertos que sufrieron durante la invasión nazi, la liberación de Europa mediante el sacrificio brutal que los llevó a Berlín, no serán suficientes para lavar la profunda mancha que dejó el exterminio salvaje que la política soviética llevó a cabo durante muchos años, los campos de concentración, la economía esclavista, la matanza de Katyn. Los guías alemanes que enseñan el nuevo Berlín nunca llevan a los turistas a ver el monumento al Ejército Rojo, situado en la avenida principal, cerca de la puerta de Brandenburgo. Cuentan que antaño, cuando los escolares visitaban el lugar, escupían con desprecio. Un buen día decidieron destruir el monumento; pero cuando empezaron las excavaciones descubrieron que debajo había miles de soldados del Ejército Rojo enterrados, muertos en la batalla de Berlín. Extraño destino.
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