Infancia cruel

26 de Marzo del 2024 - Antonio Parra (Cuideru)

Bullying

Abuelo Benjamín

El abuelo Benjamín era otra cosa. Casi fue el que me crio en la aldea de Puentesoto, pueblo también románico con una vega triunfal camino de los monasterios de Cárdaba a la cual se asomaban los somos, cañadas y eriazos. Por lo menos no me tiraba piedras cuando pisaba sus viñas, que el otro abuelo, el tío Severiano, el de Membibre, estuvo a punto de deslomarme de un cantazo. Aquellas vivencias hicieron de mí un escritor, acaso un escritor iconoclasta y a redropelo del sentir general. Mala cosa llevar la contraria, pero yo siempre me mantuve en mis trece seminarista fracasado pasado por el filtro de la literatura, pero mi alma se moldeó en aquel seminario cuyas vivencias rememoro cuando estoy aquí postrado en la cama del hospital recién operado de la próstata. Las ideas se agolpan, quieren salir a toda prisa, pues siempre pensé y escribí a gran velocidad y me aturullo, me atasco y pierdo el anhélito; vuelve el ritmo, pero mi vida es un eterno combate con las ideas y los formularios volcados en palabras, angustia vital, desazón, vértigos, el vértigo del escritor que solo se cura bufando pipadas de humo o camino de la despensa, somos propensos a criar carnes, la furia del español sentado en su sillón que se desgañita contra la injusticia, contra esto y lo otro. Extraño, pues acabo de dejar de fumar, mi cachimba que ha sido compañera de mis largas vigilias, mi ametralladora, mi "novia" y mi tormento, que a veces no me deja ni respirar. Saltan las imágenes de un lado a otro, se enredan las palabras. Viene Maite, la dulce enfermera. ¿Cómo estás, cariño? Quisiera fumarme una pipa; no se puede, corazón. Dentro de un rato vendremos a hacerte una extracción, más tarde la compañera te tomará la tensión. La urraca del patio central faltaba poco para acabar de construir su nido. Las noches se hacían largas e insomnes. A la madrugada el diligente córvido seguía su labor. Pronto te darán de alta. Esto no ha sido nada. ¿Nada? Un cáncer, hoy el cáncer si se coge a tiempo es curable. Más duro lo tenías si fuese de pulmón. Era lo que temía yo, pero el TAC que me hicieron reveló que estaban limpios. Soy un fumador empedernido. El vicio lo cogí a los 14 años con un mataquintos que sabía horrible. Me vio mi padre que venía del cuartel y apagó la tagarnina de un sopapo. Zas.

Ando en desacuerdo con Andrés Laguna, autor desconocido, traductor del Dioscórides, y al que yo he descubierto como autor críptico del "Lazarillo de Tormes", gloria inmortal de la novela picaresca y que he sacado de pila librándole del anonimato de siglos, que dijo: "Se escribe por la honra, pues la fama es la orla de la artes".

No, señor, hoy se escribe para echar los demonios fuera, lanzar pestes contra los nazis y los judíos que pueden ser consistentes en el mismo perjuicio, los extremos se tocan, la serpiente cambia de piel. Eso de ser escritor famoso debió de ser antaño, hogaño el vulgo vierte suspicacias sobre nosotros. Nos mira mal. Somos delincuentes y nos desprecia o nos compadece como enfermos bipolares, o adictos a un vicio, peor que la droga, tan inconfesable como el onanismo. Vulgarmente, escribir levanta suspicacias y se considera una adición. Escribir consiste en masturbarse mentalmente con palabras y eyacular proposiciones y asuntos que no son de recibo. La gente lo que quiere es que la dejen en paz, que no la vengan con historias. Tú no te pases, mira lo que te digo. El escaparatista de Arévalo un martes de mercado me largó está pregunta a bocajarro:

-¿Sigues escribiendo?

-Sí.

-¿Y te la meneas?

-¿Por qué no?, de vez en cuando.

El librero Gomis, un tipo un mala uva el cual me ha maltratado de palabra, timado y puesto en berlina todo lo que ha querido, me recibió con una frase que es todo un dardo al bandullo de un poeta.

-Tus libros no se venden, deben de ser muy malos.

-Si no los pones en el escaparate y los tienes ocultos en la sacristía, ¿cómo se van a vender, cacho cabrón?

Le hubiera dado al librero de lance un garrotazo en los hocicos, pero no estaba de nones, sino de pares ese día. Por lo demás, buenas tragaderas he. En una bella mañana de octubre no merecía la pena meterse en reyertas con un hijoputa. Dice un adagio astur: pues con sidrina y buen tocín no quiero pleitos con el mio vecín. Escribir es llorar -Larra dixit-, hay que estar dispuesto a ser crucificado y coronado de espinas cuando no de gargajos como le ocurrió a Lázaro de Tormes en la novatada de Alcalá. La desconsideración, la mala educación y el morbo visigótico o envidia es el estigma de esta nación. Tengo que confesar a mis detractores para que se calmen y no se pongan nerviosos que yo solo emborrono papel para dejar de fumar como el que se divierte con papiroflexias o pintando monigotes. Así nos las van a dar todas en un carrillo.

El abuelo Benjamín, mi abuelo paterno, diferente al paterno, el de Membibre, era otra cosa. Tenía una faja blanca rodeándole la barrica con flecos, a la manera de los israelitas, para que no se le cayeran los pantalones, y al orar, que lo hacía de mañana y a la noche, se balanceaba como tratando de conseguir que sus plegarias llegasen a Adonai, en los cielos, y él les daba un empujoncito desde abajo. Las mujeres en misa se sentaban en cuclillas a la morisca delante del hachero y eran fatalistas los de mi pueblo en sus conversaciones: sea lo que Dios quiera (faktut) o Dios lo ha querido, tendrá que ser así y Alá Akber. Todos nos prosternábamos ante la cruz del Calvario, pero había viejas reminiscencias veterotestamentarias, adoraciones antiguas... ramos judíos, moros y cristianos todos al de por junto y cada uno hijo de su padre y de su madre. Hacíamos a tres velas, a tres palos, la convivencia a veces resultaba penosa, pero fue posible, y cuando el abuelo se quitaba cinto y le temblaba la barbilla había que echarse a temblar.

Habíamos ido a melones y nos pilló el guarda Melares, quien a la noche se presentó en casa y dijo: tu chico fue cogido in fraganti haciendo destrozos en la finca de la tía Piquilaya. Son cinco pesetas de multa, Benjamín afloja la mosca. El duro de multa, el abuelo dijo, se lo voy a sacar del culo.

¿Ah, sí? Bájate los pantalones, chiquito. Diez vergajos con la correa, ni uno más ni uno menos. Desde entonces no se me ocurrió ir a melones, ni a peras, ni a sandías. Fueron los chicos del pueblo que me malmetieron y yo, inocente de mí, caí en la lazada. Un flagrante de lo que hoy llaman bullying a cargo de aquellos muchachos pueblerinos. No sé cómo no salí delincuente. Era tan inocente que me creía todas sus infamias. El Pedrete, el del tío herrero; el Elpidio; el Agustín, mi primo, hijo del sacristán, y su hermano el Maudillo; el Micha, hijo del sastre, que era tan pequeño que no podía con las albarquillas; el Julián, el de la tía Pilar y el tío Pedro Sancha; pero el más cruel de todos era Pedrete, el hijo del tío herrero. Fue el que me encomendó la tarea de asaltar el melonar de Piquilaya.

-Entra ahí en eso, segoviano, y arramplas con un par de melones.

-Tengo miedo, mi abuelo me dice que hay que respetar lo ajeno.

-Tú, ¿miedo? Eres hijo del sargento Parra.

-Yo no tengo miedo a nada.

Y salté la cerca. Fue entonces cuando vi venir al Melares, guarda jurado de la comunidad con la chapa cruzada, pegando voces y juramentos apuntándome con su tercerola. Del canguis que me entró se me cayeron los melones del regazo que no estaban maduros, eran badeas. Y yo me cagué de miedo. Literalmente. O me meé de terror.

Los otros habían puesto pies en polvorosa, me dejaron solo como a los de Tudela. Por las orejas y yo llorando como una magdalena, aquel esbirro me condujo al cuartelillo, vino el juez de paz, el tío Bernardo. ¿Qué ha hecho el chico? Robar melones. Vaya una educación. Que se avise al señor Benjamín Galindo. Mi abuelo el pobre estaba avergonzado y corrido de mi "hazaña". El abuelo, el alcalde y el juez de paz eran amigos. Fueron a la guerra de Cuba; él, el tío Dominguín y el alcalde Bernardo. Nacieron en 1885. Se ufanaban de ser quintos del rey Alfonso XIII. Sentábanse en un banco de honor en primera fila junto al presbiterio durante las ceremonias religiosas. La noche que recibí la somanta de palos con la correa del abuelo era una noche de luna, lo recuerdo bien. Al otro día tomamos el coche de línea y para Segovia. Te mando para Segovia para que tu padre te dome.

No podemos contigo. Así que con él te las entiendas.

-Yo no hice nada, abuelito, fueron los otros.

Traté de justificarme.

Cuando regresamos a Valdevilla, la colonia militar donde vivimos, mi madre me recibió con la zapatilla. Así te comportas, dijo, y me puso el culo como un tomate. Yo no tuve la culpa, fueron el Pedrete y el Agustín los que me mandaron asaltar la cerca de la tía Caya. ¿Robar? Vaya un hijo. Traté de escapar y anduve perdido por los peñascales de Valdevilla recorriendo los andurriales del río Clamores, llorando mis desdichas, esta vez temiendo la correa de papá. Venida la noche, llamé a la puerta de la casa, que era verde y de madera de pino, con mucho tiento y sigilo. Me estaban buscando. Mandó mi padre al machacante por ver si me encontraba y yo no daba señales de vida, así que estaban preocupados. Pero cuando aparecí a la puerta de casa, en vez de la correa, fui recibido con besos y abrazos. El sargento Parra saltaba de alegría, hijo, hijo. Pero ¿por dónde te has metido, dónde anduviste? Tu madre y yo creíamos que te había ocurrido algo. Me senté a la mesa. Huevos con patatas fritas. El abuelo había traído un clarete que pasaba bien al cabo de tantos sinsabores por culpa mía.

-Bebe, Silvino.

-Gracias, señor suegro, de hoy en un año.

Y tentó la bota embelesado con un largo trago. Por la provincia de Segovia los yernos llaman al suegro "mi señor". El chico es un poco mostagán, pero hay que meterlo en vereda. Hay que llevarle al seminario. El dictamen del abuelo se cumplió al cumplir yo 11años. Había habido muchos curas en la familia. Estaba don Linos, pariente suyo que ejercía el arciprestazgo de Calabazas; el P. Galo, que se fue de misionero a África y nunca se volvió a saber más de él, pues se lo comieron los negros, o don Priscilo, cuñado suyo nombrado por oposición canónigo magistral de la catedral de Burgo de Osma. Tanto los Parra como los Galindo tenían fama de beatos, y no existen dudas de que esta veta tan clerical y bíblica les venía de su ascendencia.

Aquel rincón extremo de la provincia segoviana había sido repoblada por moros y judíos, y se produjo el milagro de que Alá y Moisés conviviesen en plena armonía practicando usos y costumbres, ritos, intercambiables, diciendo ojalá cuando les acuciaba un deseo de que algo ocurriese, o pronunciando el nombre de Jesús al estornudar, al besar el pan cuando la hogaza se caía de la mesa. Estuvieron de tertulia ellos dos dándole tientos al jarro hasta la madrugada. Yo me dormí como un bendito.

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