Hay que defender la educación pública. Por una escuela con contenidos
El sistema educativo en todos sus niveles viene sufriendo a lo largo de las últimas décadas un proceso de transformación y conversión que se ha justificado con el argumento de que la escuela, tal y como estaba articulada, respondía a una sociedad antigua, caduca, del pasado y que era necesario “adaptarla” a los nuevos tiempos, eso que se ha llamado “la sociedad del conocimiento”.
Así, y en aras de esa adaptación de la escuela a la sociedad, era urgente hacer de los centros educativos un espacio “útil”, motivador y donde el alumnado fuera el “protagonista” del proceso de “enseñanza-aprendizaje”. Estos cambios han ido acompañados de discursos de corte pedagógico -desarrollándose y extendiéndose incluso un léxico propio- que supuestamente demostraban los grandes beneficios que suponía reducir las clases magistrales, enseñar y evaluar por competencias, aplicar nuevas metodologías mágicas y hacer uso de medios digitales que acercaban la educación al alumnado, acabando, así, con el fracaso escolar y mejorando la atención a la diversidad.
Lemas como “aprender a aprender”, ser críticos o ser reflexivos se erigían ahora como un objetivo frente a una educación supuestamente memorística, pasiva, apática y separada de los intereses del alumnado, que, además, no necesitaba ir a la escuela para adquirir unos contenidos a los que ya podía acceder a través de internet u otras aplicaciones. Los encantos del discurso de estas nuevas pedagogías -panaceas de todos los problemas que se presentaban en las aulas- cautivaron a buena parte de la comunidad educativa, incluido a docentes y hasta a sindicatos, defensores manifiestos muchos ellos de la educación pública. Sin embargo, el cuento era más bonito que la realidad creada.
Creo que dos anécdotas nos pueden ayudar a comprender lo que se está produciendo en el ámbito educativo. La primera aparece en la obra “El fin de la escuela”, donde el sociólogo Michel Eliard cuenta cómo ya en los años 80 la patronal francesa demandaba una transformación del modelo educativo, a fin de enseñar contenidos adaptados a las necesidades del mercado laboral, pues, en efecto, aprender de más, desarrollar unas instituciones educativas que enseñaban conocimientos no útiles para lo que luego iban a necesitar en su vida, sólo suponían un gasto y un desperdicio de recursos. La segunda anécdota nos la relata Eduardo Galeano en “Patas arriba. La escuela del mundo al revés”, y habla de cómo un ejecutivo norteamericano visitó Buenos Aires hacia 1993 y en una charla sobre el desempleo y la educación dijo al respecto que a lo que se debe aspirar no es a mejorar el sistema educativo, ya que una formación consciente genera la pretensión de adquirir buenas condiciones laborales y de vida, sino que más bien, y para no caer en la frustración y en el malestar social, se debería busca trabajo directamente en McDonald’s.
La escuela es un derecho que los sectores populares conquistamos para acceder a aquello que sólo les estaba permitido a las élites y, en consecuencia, es un mecanismo de corrección de desigualdades
Lo que nos enseñan estas dos anécdotas es una misma idea: la escuela estaba formando a los trabajadores por encima de las necesidades del mercado laboral y era necesario cambiar la escuela para amoldarla. El movimiento estudiantil puso un nombre a esta operación: mercantilización de la educación. Ejecutarlo requería de un relato y, para ello, aparecieron los expertos -los pedagogos- que elaboraron un marco discursivo legitimador: la “sociedad del conocimiento”, “metodologías activas”, “competencias”, “tertulias dialógicas”, “situaciones de aprendizaje”, “gamificación”, “flipped classroom”, “DUA”... Y el resultado de todo ello se vive en las aulas: se hallan cada vez más vacías de contenidos (hoy llamados “saberes básicos”) en pro de ese delirio de las competencias, se ha reducido objetivamente la formación del alumnado al que se le infantiliza con metodologías que sólo generan frustración al docente porque existe un desprecio por el conocimiento que cada vez más parecemos relegados a ser meros motivadores o simplemente un coaching, la capacidad lectora, de análisis y de crítica es muy preocupante y se ha normalizado la no exigencia del estudio. A este desastroso resultado se le llama “actuaciones educativas de éxito”, basadas en supuestas evidencias científicas de dudosa procedencia sin que sepamos muy bien qué entendemos por “éxito”. Sin embargo, la realidad es tozuda y no porque se le llame de otra manera afecta a su naturaleza.
Se han alcanzado -con creces- las demandas de la patronal francesa y de aquel ejecutivo norteamericano que acudió a Buenos Aires y por fin se ha puesto la educación al servicio del interés privado y, en consecuencia, supone un ataque a la educación pública. Cabe constatar que hasta la fecha tanto los gobiernos de un signo como los del otro han estado de acuerdo en imprimir estas políticas educativas neoliberales, y desde los sectores que defienden la educación pública no hay un discurso claro de denuncia de este proceso y en la defensa de un modelo educativo que no ponga la educación al servicio de los intereses económicos.
Creemos que el propósito por el que fue erigida la escuela pública no fue la de producir mera mano de obra adaptada al mercado, sino conocimiento, teoría, verdades y, con ello, ciudadanía capaz de pensar por sí misma, de aprender, de ser crítica, de no dejarse engañar. Porque no hay que cambiar la educación para adaptarla a la sociedad, sino, todo lo contrario, lo que hay que transformar es la sociedad para adaptarla a las exigencias del conocimiento y a la verdad que se produce desinteresadamente en el orden de lo académico. No hay que pedir al conocimiento y a la verdad rentabilidad económica, simplemente que sea eso: conocimiento y verdad.
No cabe duda de que estamos en un punto preocupante: vamos directos al abismo y, paradójicamente, no se ofrecen alternativas a este modelo. Necesitamos abordar los problemas reales de la educación de nuestras hijas e hijos, que no tienen que ver -como se nos ha hecho creer- con la metodología y con decirle al profesorado cómo enseñar su materia, responsabilizándole de los problemas en el aula y en la escuela, sino, más bien, debemos exigir que se incremente el gasto público, que se reduzcan las ratios, que se aumenten los recursos al profesorado o se ponga fin a esa burocracia absurda y agotadora que sólo nos hace perder el tiempo y la perspectiva de lo realmente importante: el alumnado y su formación.
Es preciso también volver a considerar que la mayor parte de los problemas que se presentan en el aula son problemas que surgen fuera del aula, en nuestra sociedad, y que requieren de un tratamiento específico que el profesorado no podemos solucionar, ya que es fruto de las desigualdades sociales, de la exclusión social o de un modelo de vida neoliberal que impide que funciones educativas que antaño satisfacían espacios como las familias hoy se trasladen a la escuela (Miguel Delibes decía en “Cinco horas con Mario”: “la instrucción, en el colegio; la educación, en casa”). ¿Alguien de verdad se cree aún el cuento de la igualdad de oportunidades en realidades de familias desestructuradas, situación de desempleo, precariedad o ausencia de la presencia de la madre o padre o tutor en la vida de sus hijas e hijos? ¿Alguien de verdad cree que una alumna o alumno que no ha visto un libro en casa le interese la cultura o tenga intereses más allá de las redes sociales alienantes? La escuela neoliberal despolitiza los problemas que son políticos y los reduce a un problema de metodología del docente: no sabe dar clase y se requiere más de un personal dinamizador y no tanto que sepa.
Hay que defender la escuela pública y eso pasa por oponerse a los modelos que la denigran. La escuela es un derecho que los sectores populares conquistamos para acceder a aquello que sólo les estaba permitido a las élites y, en consecuencia, es un mecanismo de corrección de desigualdades. Debemos evitar este regreso a través de la participación y organización activa del profesorado y de toda la comunidad educativa para garantizar que nuestras hijas e hijos adquieran la mejor educación, que consiste en darles la mejor formación y en forjar ciudadanía; no para adaptarles a un sistema económico, sino para protegerles de él. No hay trucos ni recetas mágicas. Ya lo decía Miguel de Unamuno: “Sólo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe [...]. Sólo la cultura da libertad [...]. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamiento. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura”.
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