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misa y olla viva, Palacio Valdés y la libertad sin gazmoñerías

21 de Mayo del 2024 - Antonio Parra Galindo (Cuideru)

PALACIO VALDÉS, UN MAGO DE LA LITERATURA (I)

El idilio de un enfermo, la maestría narrativa de Armando Palacio Valdés.

Vuelvo sobre mis pasos, vuelvo a rejuvenecer con la lectura de uno de los grandes novelistas españoles injustamente olvidados, A. Palacio Valdés, Laviana, 1858; Madrid, 1936. Yo tenía 20 años, trabajaba mucho para sacar adelante tres carreras y encima daba clases particulares para ayudar a mi familia. Caí en una astenia o debilidad general, unos médicos decían que tenía el estómago caído, me había quedado igual que una espátula; otros sospechaban de una tisis, yo pensaba que era un cáncer de estomago, devolvía todo cuanto comía.

Colaboraba en los periódicos de Madrid con mis primeros artículos y reportajes.

Para colmo se me declaró una infección bucal a causa de un supernumerario que creció al revés, me hospitalizaron, pudieron evitar la septicemia con la extracción de un paleto y un colmillo.

¿Iba a estar desdentado toda mi vida? Caí en la desesperación. Por fortuna, tuve la suerte de encontrar a un estomatólogo que, después de fabricarme una prótesis, me dijo que yo no padecía de cáncer, ni tisis, ni tenía el estómago caído.

Lo mío era un "surmenage" o exceso de trabajo, y me mandó a curarme con un tío mío cura en una aldea asturiana.

Allí no solo se me pasaron mis males, también empecé a vivir la vida. Me enamoré de todo cuanto se movía: mozas, chigres, ataruxos, romerías, el campanu, los filandones. Yo creí que la existencia era una danza prima y que el mundo estaba poblado de seres humanos como los Iturripes y de mujeres tan perfectas como Demetria, aunque hubiese seminaristas golfos como Celesto, el deuteragonista de esta novela, el cual, recibidas las órdenes menores, dejaría el vino y las mujeres cuando le ordenasen de mayores, puesto que solo quería ser un cura de misa y olla.

Mientras tanto, cantaba Celesto por los chigres de las Luiñas aquellas anacreónticas: "La mujer que es gorda y tierna / tiene buena pierna / y al cura hace pecar / mereciera ser duquesa / y el cura cardenal".

Celesto, pese a su charlatanería, sus golferías de perdis incombustible, acabaría siendo un buen clérigo con su olla, su misa y su Marialuisa.

Predicaría los domingos ante una iglesia abarrotada, pero guardián de la fe, administrador de la paciencia de Dios y de los sacramentos.

La fe del carbonero en tal instancia es la que vale. Los enemigos de la Iglesia quieren que nuestra fe sea un problema de bragueta bajo la norma de un solo mandamiento, el sexto, y hay otros diez. El peor, el octavo, y el más dañino, el de la codicia disfrazada de soberbia y sabiduría.

La burocracia, el modernismo, el globalismo, el satanismo, la macrocefalia vaticana determinan un cambio que algunos califican para bien, pero para los que, aun siendo pecadores como yo y sabemos un poco de teología, nos parece deletéreo y destructivo: los conventos en venta, los seminarios vacíos, las catedrales convertidas en museos donde hay que pagar por entrar, donde ya no se escucha el canto llano y apenas se celebran los divinos oficios.

He ahí el tinglado de la antigua farsa. Ecce homo.

Por ese cabo las monjitas de Belorado son unas enviadas de Dios contra viento y marea y a despecho de las conferencias episcopales, dirigidas por ese tarugo que se llama Luis Argüello, al que conocí de seminarista en Arenas de San Pedro.

Ahí está el quid de la cuestión. El busilis de la cosa.

Expuesto lo dicho, y si nos abstenemos de obispos libeláticos y de sacerdotes impostores, las clarisas de Belorado aun a costa de ser motejadas de herejes, han lanzado un aviso a Roma y su razón es mi razón, que también amo a la Iglesia y creo profundamente en Xto Salvador.

Por eso, cuando subo la autopista del Huerna de regreso a Madrid y paso cerca de la espadaña de una iglesia rural al lado del camino, le digo a mi compañera: "Yo hubiera sido un buen sacerdote, como el cura de Riofrío, el pariente del protagonista de 'Idilio de un enfermo', tal vez demasiado avuncular y de manga ancha. Pues ya lo dijo ese cantar de romería asturiana: 'El señor cura no baila porque tiene corona; baile, señor cura, baile, que Dios todo lo perdona'".

Y ella me retruca: "Buen cura para el pinte; mocero, faldero, te gustaron demasiado las muyeres, no me vengas con historias".

Esbozo una sonrisa. Todas las novelas de don Armando me hacen sonreír.

Fue un escritor tolerante, el mejor de la Restauración. También me hacen a veces llorar.

Ni que decir tiene que el joven escritor del "Idilio de un enfermo" cura de todos sus males y dolamas y regresa a los Madriles hecho un brazo de mar.

En Asturias se enamoró, se curó y se echó novia.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Esta es la primera parte de una serie de capítulos que pienso dedicar a mi autor preferido.

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