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Cela Conde, el filósofo y el escribidor

17 de Enero del 2011 - Ramón Alonso Nieda (Arriondas)

Bajo el título «Guerra santa» firma Camilo José Cela Conde (07.01.11) uno de los textos más calamitosos, en forma y contenido, que LA NUEVA ESPAÑA nos haya servido en los últimos diez años. Como muestra, reléase el siguiente párrafo: «La jerarquía católica española parece sentirse muy incómoda con unos poderes políticos que, aun haciendo caso omiso del carácter laico que las leyes imponen al Estado, han tenido a bien aprobar iniciativas legales como la del aborto o la muerte digna». A ver quién entiende ese inciso (aun/al Estado) que no encaja en el contexto ni a martillazos. ¿Quién hace caso omiso? ¿La jerarquía católica, los poderes políticos, el autor, los lectores? Eso no es castellano, ilustrísimo señor, le hubiera dicho Clarín (que por mucho menos eso le dijo al obispo de Oviedo). Y no sigo copiando, como dice y hace Clarín con el escrito episcopal, porque en lo que sigue en el de Cela hay tal desbarajuste donde tendría que haber sintaxis que bien parece que de las fiestas navideñas salgan los militantes del laicismo con la prosa hecha un lío. Dejemos, pues, el cómo para centrarnos en el qué; pues si en Cela Conde el escritor escribe aquí rematadamente mal, se supera como filósofo al demostrar que piensa todavía peor de lo que escribe.

En efecto, al escribir que la jerarquía católica se siente muy incómoda con la legalización del aborto y la eutanasia, está pensando que si los obispos españoles no fuesen unos redomados talibanes, se sentirían la mar de cómodos, completamente a sus anchas, como en bata y zapatillas y comiendo con los dedos, con el aborto a la carta y la muerte programada. Parece mentira que haya que recordarle a un profesor de Ética (eso enseña Cela en la Universidad de Baleares) la mera tautología de que un poder sin límites es un poder absoluto (incondicionado diría Kant). ¿Y qué otra cosa es un Estado que decide, aunque lo haga por delegación, quién tiene derecho a nacer y hasta cuándo tenemos derecho a vivir? Tucídides ya advirtió que el hombre va siempre hasta donde puede; o como lo explica Nietzsche, es esencial a la voluntad de poder agotar sus virtualidades. Un Estado que se arroga el poder sobre el principio y el fin galopa a brida suelta hacia el totalitarismo. Los nuevos bárbaros piafan en las antecámaras del poder, se nos alertaba en «La barbarie à visage humain» desde 1977. Treinta años después, aquí ya los tenemos dentro.

Recordar este principio elemental no es salir en defensa de monseñor Rouco ni alinearse con los grupos integristas que, al decir de Cela Conde, moviliza el cardenal; es, simplemente, defender la libertad. Aunque también es de justicia reconocer que lo mejor de lo que todavía somos nos vino de Grecia y de Israel por calzadas romanas; y que de esa excelencia civilizadora la Iglesia de Roma (con sus sombras y miserias) fue valedora y transmisora al incorporar, no sólo por calzadas sino hasta por senderos y caleyas, a los paganos de los más remotos pagos a la catolicidad urbana del Imperio. Si sólo en el Occidente romano-cristiano se vive o por lo menos se aspira a un mínimo de democracia, es porque la democracia moderna es tanto o más judeo-cristiana que ateniense ya que, dando al César lo del César y a Dios lo que es de Dios, quedan limitados todos los poderes (los seculares y los espirituales). Sólo en el espacio liberado por el límite termina por crecer y florecer la frágil, hermosa, arriesgada planta de la libertad. La Biblia es a su manera tan coherente como Platón y portados por esa doble racionalidad helénica y judía (la teórica y la ética), como tullidos sobre dos muletas, hasta aquí hemos llegado a trancas y a barrancas. Eso postulaba la controvertida lección de Ratisbona en la que Ratzinger se revela, a mi modesto juicio, como el Papa más racionalista de la Historia.

Menos sectarismo borde y pretencioso y un poco de respeto, no ya de creyentes, sino de personas mínimamente ilustradas. Por lo demás, asimilar el conservadurismo del cardenal Rouco y de algunos movimientos católicos con el fundamentalismo islámico no pasaría de ser una solemne majadería si no lo convirtiera en frivolidad culpable el hecho de que los islamistas están matando ahora mismo a cristianos por decenas. Que los laicos se vayan preparando, concluye y avisa el filósofo escribidor; estado de alarma espiritual: que los militantes del laicismo duerman fuera de sus casas, pues ya el cardenal y sus sicarios afilan sus largos cuchillos para una San Bartolomé sangrienta. Heroicos estos laicos orgánicos; ellos aquí como los coptos en Alejandría.

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