El barrio de El Puente
A mi queridísima abuelita, con todo el cariño del que se hizo merecedora.
Tal vez venga de aquí mi gran cariño por este pintoresco y alegre rincón. Ella nació en él y no puedo menos que amarlo.
Muchas, muchísimas veces, en las largas noches de invierno, durante esos momentos que mutuamente nos dedicamos a la confidencia, suele decírmelo con un orgullo culto que adivino a través de sus cansados ojos: "Yo nací en El Puente; recuerdo...".
Y como por arte de magia, al unísono de mis preguntas, salen de su boca las palabras y, como si la varita maravillosa que transformó los harapos de la humilde Cenicienta en lujosos vestidos estuviera en mi poder, voy transformando a mi abuelita. Su pelo, hoy blanco por la nieve de los despiadados años, lo vuelvo dorado como rayos de un sol primaveral; los ojos apagados los torno alegres y vivarachos, semejantes a dos trozos de cielo, de un cielo azul hermoso, sin nubes de preocupaciones; el cuerpo, hoy encogido por el inevitable peso de los años y sufrimientos, lo enderezo; los surcos de su cara desaparecen y sus negros ropajes van poco a poco ante mi vista tomando el blancor de las nieves y la frescura de la espuma. La veo envuelta en un blanco faldón lleno de lindos bordados; un níveo lazo en la parte posterior de su cabeza sujétale el largo pelo al viento; los diminutos pies se calzan de hermosos botines de acharolada negrura propios de aquel romántico ochocientos; su talle se hace invisible y los 18 primaverales años salen transformados en sonora carcajada de sus desmaquillados pero frescos labios.
Mientras, ella sigue hablando. Más que hablar a momentos me parece que piensa en voz alta. La palabra queda un momento en suspenso y revive en pasado. ¿Añoranza? ¿Tristeza?, ¡no lo sé! Pero en mi imaginación sigo viéndola tal como debió de ser en su lejana juventud. Me cuenta sus amores una y mil veces sin que por eso me canse de escucharla; aquellas pasadas fiestas del ya viejo San Lorenzo; la procesión de aquel día, el galán de aquella tarde, la romería del día grande, el ruido de los cohetes al reventar en el espacio, la procesión, la chiquillería, las atracciones, la gaita, el tambor... y su voz a momentos tiembla, tiembla involuntariamente al recordar, pues como bien dijo el poeta, "recordar es volver a vivir", y ella en estos momentos vive de nuevo el distante pasado, se ve niña juguetear por El Puente, entre sus recortados rincones, y mi imaginación vuela a la par que la de ella, haciéndome sentir al unísono su preciosa juventud.
Mientras tanto, las palabras siguen llegando a mis oídos como una suave y dulce oración: "...y en aquella casa del lado de la carretera, hoy casi en ruinas, nací yo, ¡soy de El Puente! -no cansa de repetirme-, y en esta aclaración adivino que pone el calor de su alma, ¡soy de El Puente!, y noto cómo cada vez que este pintoresco rincón se engalana para festejar su venerado Santo siente la misma satisfacción de aquellos años mozos y hasta presiento que quisiera poder contribuir con su alegría a ensalzar estas ya renombradas fiestas y demostrar a todo el mundo cuán orgullosa se siente por haber visto el primer rayo de sol en este barrio felguerino.
Por eso yo, cada vez que camino de Sama paso delante de él, no puedo por menos que mirar con infinito cariño aquel amontonamiento de sucios ladrillos que un día fueron su dulce hogar y querer con toda el alma a este lugar de El Puente. Ella nació en él y sus recuerdos reviven los episodios de sus mocedades como se esparcen los pétalos de las flores.
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