Europa ha muerto

14 de Febrero del 2011 - Juan Antonio Lázaro (Pravia)

Llevo ya demasiado tiempo tratando de armonizar el desorden mental que se generó en mi cabeza al entremezclar espontáneamente a Sarkozy, Jorge Ilegal, Zapatero, Angela Merkel y la canción «Europa ha muerto».

En esta estupenda canción, «Ilegales» nos hablan de una Europa en la que se han perdido algunos de sus principales iconos. A principios de los ochenta es cuando sale a la luz esta joya, de la misma época que «La fiesta», «Revuelta juvenil en Mongolia», «La pasta en la mano» o «Princesa equivocada», que ha desencadenado un desenfreno de pensamientos cruzados y reflexiones desorientadas. No hace falta ingerir ningún tipo de sustancia psicotrópica ni otro tipo de estimulante psicosomático para darse cuenta de que la realidad ha superado a la ficción escrita a primeros de los ochenta.

Puede que el Papa siga en Roma (y no tiene pinta de irse) y que aún haya valses en Viena o bancos en Suiza, pero Jorge fue premonitor a la hora de contarnos que ya no había ruinas en Grecia (lo mejor del Partenón está en Londres), ni Muro en Berlín (sólo queda un breve lienzo para turistas despistados), ni rusos en el Kremlin (ni se sabe lo que es la nueva Rusia capitalista), ni punkies en Londres (sólo quedan cuatro punkies de postal anunciando tiendas en Candem o paseando por Piccadilly).

Barroso trata de vendernos una Europa que se rompe por todos los lados, similar a la dibujada por los «Ilegales» ochenteros, mientras que presidentes de estados de la Unión expulsan sin rubor de su territorio a ciudadanos europeos de pleno derecho. Representantes del Estado virtual y multinacional europeo, concretamente la luxemburguesa vicepresidenta de la Comisión y responsable de Justicia, Viviane Reding, censuran la actitud francesa y la comparan con los nazis y sus genocidios. Sarkozy se ofrece a reubicar a los rumanos expulsados en Luxemburgo, como respuesta a las sugerencias planteadas por la vicepresidenta. Desde aquí Rajoy no ve con malos ojos lo hecho por el marido de Carla Bruni (que podría ser tranquilamente la «princesa equivocada» de «Ilegales») y los suyos buscan votos con acciones esperpénticas en Badalona. Europa ha muerto.

Merkel y sus secuaces no paran de torpedear el mercado internacional, sembrando incertidumbre sobre la solvencia económica española, irlandesa o portuguesa, puede que con parte de razón, lo que no permite a Zapatero colocar ningún producto financiero español en el exterior, exceptuando la aportación de China tras llevarles la Copa del Mundo a su Expo, y revaloriza lo que sale de la solvente, al menos según los oportunos indicadores, economía teutona. Nadie se para a pensar que la aguda germana trata de tapar las dudas sobre la fiabilidad del sector bancario alemán abogando por medidas económicas de recuperación y rescate a escala europea para los estados menos solventes, implicando al sector privado. La oposición en España ayuda a poner en tela de juicio la solvencia de la economía interna, mostrando un nefasto sentido de Estado, apoyados por la falta de contundencia y la reacción tardía de los que gobernaban y trataron de no ver lo evidente. Los europeístas ya dudamos de todo y el futuro se nos atraganta. Europa ha muerto.

Tras el fracaso de la Constitución europea de 2004 y la patética evolución del posterior Tratado de Lisboa, ya pocos creen en una unión política efectiva, ni tan siquiera en la creación de estructuras similares más laxas, y muchos recelan de la efectividad del euro y sus implicaciones económicas. Europa ha muerto.

Me despista bastante esta Europa que cada vez más gente rechaza, heredera de aquella extraña mezcla de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y el Acero), Euratom (Comunidad Europea de la Energía Atómica) y CEE (Comunidad Económica Europea), que desembocó en una sola organización tras el Tratado de Bruselas de 8 de abril de 1965 y el 1 de julio de 1967 tomó la forma que aún a día de hoy persiste. En un principio la Unión pretendía hacer la fuerza y buscar la estabilidad supranacional de una Europa que perdía protagonismo en el damero mundial en favor de los norteamericanos y miraba con recelo lo que había tras el «telón de acero».

Mientras Jorge Martínez aparca «Ilegales», éstos nunca morirán, ya que lo bueno se hace eterno, y evoluciona hacia «Jorge y Los Magníficos», nuestra Europa se atraganta y pierde sentido como colectivo, resquebrajada por los intereses intestinos de sus componentes. Jorge Ilegal trata de darle un merecido descanso al grupo, que le ha dado algo más que un lustroso apellido, sembrando la piel de toro con descargas musicales sin parangón, incluso amenazando con emular a Cristóbal Colón y quebrantar el orden público allende el Atlántico. Aquí Zapatero trata de no seguir los pasos de Brian Cowen o Yorgos Papandreu, mientras que Cameron, Sarkozy y Merkel tienen más interés en su carrera en solitario que en la evolución de la banda europea. A día de hoy Europa parece una mala versión de «Operación triunfo» en la que nuevos cantantes hacen el ridículo en viejos festivales como Eurovisión, según adelantó Jorge Martínez en «Yo soy quien espía los juegos de los niños» en 1982.

Jorge es un provocador nato, pero tras esa imagen adornada hasta la saciedad por todo tipo de excesos con drogas, peleas y demás lindezas, esconde un talento desenfrenado y contumaz, que se plasma en una carrera musical sólida, directa y honrada, cargada de sentido y fondo.

Podrían utilizarse gran cantidad de frases, estribillos o títulos de las 126 canciones ilegales, para cerrar o ilustrar esta desordenada reflexión sobre la actual catalepsia europea, pero yo sigo pensando que en estos «Tiempos nuevos, tiempos salvajes», Europa ha muerto (pero jamás lo harán «Ilegales»).

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