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"Algo se muere en el alma cuando un amigo se va"

13 de Julio del 2024 - Ramón Alonso Nieda (Fuentes-Parres (Arriondas))

Estas líneas no son un obituario. Alberto Torga tuvo obispos, arzobispos y directores de periódico que le hicieron el elogio fúnebre que merecía. Estas líneas vienen solo a recordar y agradecer un poco de lo mucho que le debo. Pienso además que son los muertos los que tendrían que hacernos la necrológica a los vivos: "Lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida". Como Miguel Hernández, sin consuelo ante la muerte de Ramón Sijé, lo que lloramos, porque nos duele, es el desgarro que dejan los que se van en la red de nuestros afectos y recuerdos. Lloramos por nosotros mismos. Por qué llorar por Alberto si su vida fue una fiesta permanente, en el sentido más intenso de celebración y convivialidad.

Alberto ya estaba en Holanda cuando me fui a Bélgica; solo lo conocía de vista. En Lovaina todo lo encontraba hostil e inhóspito al principio. Menos mal que a Ámsterdam (219 kilómetros) te llevaba el tren en dos horas (una menos que de Arriondas a Oviedo en Feve, -63 kilómetros). Allá me fui a ver a Alberto; las visitas se repitieron y nació una amistad que, a través de medio siglo, fue creciendo en caudal, como los ríos. Alberto fue mi confidente, un hombro fraternal que siempre me brindaba apoyo.

Pasé un verano allí cuando me encontró trabajo en un molino. No un molino con aspas, de esos de las cerámicas de Delft para turistas. Un molino industrial de varios pisos y cientos de trabajadores. La máquina que me asignaron tenía tres velocidades; no conseguí dominar la tercera: antes de que lograra embocar el saco, la harina se desparramaba, dejándome en ridículo, rebozado de blanco como un buñuelo. Cuando Alberto se fue a Nürenberg, nuestros encuentros se espaciaron, pero no se interrumpieron; pasé algunos veranos batallando con el alemán en Friburgo, Rothenburg, Constanza... y buscábamos la ocasión de vernos. Cuando coincidíamos en España, Alberto, no fallaba, me localizaba y, de cháchara en palique, íbamos cerrando chigres hasta que la madrugada nos entregaba al nuevo día diciéndole: "Ahí te quedan esos".

Fue la nuestra una amistad sólida y flexible que encajaba, sin quebrarse, no solo las diferencias de matiz, también las discrepancias de fondo. Que Alberto prefiriera los chigres a los paradores era una diferencia de matiz. Que cuando eligieron papa a Ratzinger Alberto escribiera: "Solo nos queda rezar", eso ya era harina de otro costal. Repetía las palabras de Loyola ante la elección del funesto cardenal Caraffa (1555). Más de una vez le afeé aquella asociación tan desafortunada, pero Alberto se sabía secundado y, además, bueno era él para achantar y dar el brazo a torcer. Esa fue nuestra discrepancia más honda. Ratzinger era para mí uno de esos raros "hombres para la eternidad", que solo cruzan este cielo tan poco protector, iluminándolo, cada cuatro o cinco siglos: Francisco de Asís, Tomás Moro, Joseph Ratzinger...

No verifiqué si lo recoge en sus memorias, pero a mí me contó más de una vez el susto de muerte que le di aquella noche del 19 de noviembre del 75 cuando, volviendo de Banberg, al llegar a la Misión en Nürenberg, una hermana le avisó: "Don Alberto, tiene un telegrama". No le pasó el susto hasta que leyó el texto: "Franco será ejecutado al alba - Comando: Dios". "A cada cerdo le llega su San Martín", me respondió a vuelta de correo. Éramos entonces dos rojos patentados; sobre todo Alberto, que, además, fue destiñendo más despacio. Si algún reato de rojez o rojura le quedaba, ya se lo habrán purgado en el purgatorio, que dicen los teólogos de ahora que eso es un pispás.

En nuestro código de batalla, Alberto era el "joven caimán", y yo, el viejo (en los mensajes escritos usaba un icono de saurio que ahora tendré que jubilar). En el último recodo del camino, cuando comprobé que Alberto no recibía mis whatsapps, fui a verlo y, además de no encontrarlo, tampoco encontré un bolígrafo para dibujar, como santo y seña, el croquis de un caimán sobre la cajina de Moscovitas que le dejaba. Me había dicho Domingo que las Moscovitas eran el bocado preferido de los burgueses exquisitos y de los rojos arrepentidos. Siempre quise reunir a Domingo Benavides y a Alberto Torga; los dos se mostraban interesados, pero el encuentro no tuvo lugar.

Hasta pronto, joven caimán. Pásalo bien en los manglares del cielo donde siempre será verano, y los días, largos y floridos y llenos de pájaros como estos de junio que dejaste aquí cuando te fuiste. Desde ahí arriba veréis los partidos con un enfoque cenital que para sí quisieran los potentados del mundo en el palco de autoridades. Una pasada. Además, ser español con esta Selección tiene que dar predicamento hasta en el cielo. Disfrútalo, pero no te pases con los pobres gabachos, que bastante tienen con lamerse las heridas y digerir su eliminación por 2 a 1. Aquí, de esta otra parte en la ribera, vierte una lágrima furtiva sobre su desventura y sus conjuntos este viejo caimán al que ni siquiera le interesa el fútbol.

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