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La parábola del sofista y los porqueros asambleístas

30 de Enero del 2011 - Juan Antonio Sáenz de Rodrigáñez Maldonado (Luarca)

(«Hizo Yavé Dios brotar… en el medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal». Génesis, 2, 9).

(«La verdad es verdad, dígala Agamenón o su porquero.

Agamenón: Conforme.

Porquero: No me convence». A. Machado).

Al anciano sabio acude el porquero que aspira a ocupar un puesto en la magistratura del Estado. Convenida la cantidad, el sabio instruye al discípulo en el arte de la oratoria o de cómo orientar los apetitos, pasiones y fantasías de los asambleístas. Como miembro de la escuela, el aspirante a magistrado adquiere la convicción de que él y la comunidad de los porqueros son la «medida de todas las cosas; de lo que es y de lo que no es; que es la opinión de una comunidad la verdadera… y durante el tiempo que se lo parece».

El demos soberano, en la convicción de ser él, como «comunidad», la autoridad que establece el criterio «de lo que es y de lo que no es», así como de lo que debe ser y no debe ser, decide en asamblea hacerse cargo del alma enferma del anciano maestro y aliviarle del mal que le aqueja.

Así, el sabio ve cómo la «comunidad» quema «sus obras en el ágora, después de haberlas recogido de todos aquellos que las poseían mediante un bando público», y a él le condena al destierro (o a la pena de muerte, según otras fuentes), porque su posición en materia teológica no coincide con «la opinión de la comunidad».

En nuestro pasado inmediato y en nuestro presente la tragedia del sofista la han sufrido y sufren millones de personas. Hasta ahora, nuestra civilización se asienta sobre tres pilares. Son éstos la Vida, la Verdad y la Libertad. Si el sabio y su porquero renuncian a este legado, la Vida tendrá el valor que la «comunidad» determine; se tendrá como Verdad la opinión de quien ejerza el poder y la Libertad disfrutada lo será sólo como obediencia ciega. Y llegada esta situación, es fácil prever que sea bien Auschwitz bien el Gulag el destino al que irán a parar ambos, uno como preso, otro como vigilante.

Ahora, una vez conocida la sentencia de «la comunidad», es el sofista quien, necesitado del medio en el que huir, acude a su porquero. Éste, libre de todo remordimiento y con una conciencia laxa de lo que debe ser y no debe ser, vende su barca, en mal estado, al anciano maestro.

Ya en alta mar, la barca comienza a zozobrar. No sabemos la altura de ánimo con la que el sofista afronta el último momento de la vida. Es posible que se pregunte por qué su porquero, reunido en asamblea, no se opone al despotismo de «la comunidad». Cabe también la posibilidad de que, en este instante, el de la soledad del hombre que afronta «la hora», comprenda que el naufragio de su vida es la consecuencia inevitable del relativismo profesado.

El final trágico del sofista pone también de manifiesto que, cuando el Estado, «la comunidad», no reconoce al individuo como sujeto moral, democracia y régimen de libertades no son sino realidades antagónicas.

Justamente es ésta la realidad social de la Grecia clásica, donde la democracia no deja de ser un régimen despótico semejante a los otros dos (tiranía y oligarquía), y cuyos representantes demócratas rivalizan con los representantes de los otros dos movimientos por hacerse con el control y gobierno de las instituciones.

El sofista bracea en la milla marina del Egeo occidental, del Mediterráneo oriental.

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